lunes, 11 de abril de 2022

La Caridad todo - P Minguet Civera

 

 
(NOTA: las negritas y colores, no son del original)
 
 
LA CARIDAD TODO
 
todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta
 
 
El final del himno de la caridad de San Pablo ensalza la caridad dándole la primacía por encima de cuatro ámbitos especialmente “poderosos” de la vida; el sufrimiento, la incredulidad, la desesperanza y los pesos de la vida.
 
Porque decir que la caridad “todo lo sufre o excusa” es como decir que, aunque hay sufrimiento y por grande que éste sea, la caridad sigue siendo caridad, sigue existiendo, actuando, como tal, como caridad, no como otra cosa adulterada o acomodada. Es como decir, que el sufrimiento no ha prevalecido sobre la caridad.
 
Porque decir que la caridad “todo lo cree” es como decir que, aunque hay muchos motivos para dejar de creer, de confiar, de obedecer, al final la caridad es más fuerte que esos obstáculos y se mantiene erguida, constante.
 
Porque decir que la caridad “todo lo espera” es como decir que, aunque hay motivos para la desesperanza, obstáculos muy reales para dejar de esperar lo que hay que esperar, la caridad verdadera prevalece sobre ellos, no decae, puede seguir amando. Los obstáculos que llevan a desesperar no son bastante fuertes para anegar la caridad.
 
Porque decir, por último, que la caridad “todo lo soporta” es como decir que su capacidad de aguantar peso, el peso de la historia, el peso de los años, el peso de la debilidad, es muy grande. Es como decir que no hay peso que pueda doblegar a la caridad verdadera o, de otro modo, que por grande que sea el peso, nunca será suficiente para justificar que se deje de amar.
 
San Pablo, pues, al final del himno, no se contenta con describir la caridad, sino que la pone en comparación con otras “fuerzas” que aspiran también a una cierta o total primacía en la vida humana: el sufrimiento, por citar el primero, o la desesperanza ante la dificultad de alcanzar el bien y mantenerse en él, se presentan en nuestra vida como pretensión de vencedores inapelables. Pareciera que cuando éstos llegan, la caridad debería ceder y retirarse, “dejándose de poesías e idealismos”. Es también una tentación respecto a Dios: si hay sufrimiento es que Él no me ama (o lo hace muy mal). En el sufrimiento, el único que subsiste es el sufrimiento. Pero no es ésta la verdad de la caridad. Ni del amor de Dios hacia nosotros, ni del amor de nosotros hacia Dios y hacia el prójimo. La caridad verdadera tiene status de primacía, de vencedora. No hay fuerza capaz de imponerse a la caridad, en el sentido de que no hay situación en la que se imponga extrínsecamente no amar. No, dicho más sencillamente, siempre se puede amar y siempre somos amados por Dios.
 
Este “siempre” conecta con el “todo” de las frases paulinas. “Todo” y “siempre”, Amar a todos, y siempre, Amar en toda ocasión. La catolicidad del amor. Realmente es así. En Dios. Y también nos lo pide a cada uno de nosotros. Amar es lo que siempre se puede hacer. Más aún, lo que nunca debemos dejar de hacer. Es el caballo ganador. No tiene rival. En igualdad de condiciones, por así hablar, nada hay más fuerte que la caridad. Ya lo sabemos, ¿verdad?, es que Dios es Amor, Deus caritas est.
 
***
 
Podemos detenernos brevemente en estas cuatro afirmaciones del himno, contemplándolas en su doble dimensión: la caridad de Dios hacia nosotros, y nuestra caridad.
 
Todo lo sufre
 
Aunque a veces se traduce por “excusar”, en el sentido de silenciar los errores de los demás, lo cual es muy cierto y verdadero, me parece que ese “todo” se aplica mejor al verbo “sufrir”, como hace la Vulgata, que al verbo excusar o silenciar. Porque no todo se puede excusar, ni sería propio del que ama de verdad. Pero sí que se puede, por amor, sufrir bien todo. Como Cristo lo sufrió todo por nuestra redención.
 
Así que podemos considerar que la primera gran objeción al amor es, directamente, el sufrimiento. Realmente es un aspirante al trono de “fuerzas dominantes de nuestra vida”. El sufrimiento aspira a colmarlo todo, a que nadie lo haga callar, a que cuando llegue todos nos inclinemos ante él “con reverencia”. Pareciera también que quien sufre tiene carta blanca para no tener que amar, para no tener que ser virtuoso, para reclamar de nosotros compasión, permisividad, para entregarse al victimismo, al narcisismo, etc. También es una fuerza que reclama carta blanca para el ateísmo. O el ateísmo estricto, o ese ateísmo práctico en el que a veces nos sumergimos para vivir distintos espacios o tiempos de nuestra vida “como si Dios no existiera”.
 
Frente a éste, San Pablo afirma que la caridad todo lo sufre, todo lo resiste, o, como se traduce en algunas versiones Vernáculas, “todo lo excusa”. Es un auténtico duelo, batalla, entre la caridad y el sufrimiento, en el que San Pablo proclama vencedor a la primera, como diciendo: “Aunque haya sufrimiento de cualquier tipo, la caridad es capaz de seguir siendo caridad, de seguir amando”; Incluso al que nos ocasiona el sufrimiento.
 
Esta característica se verifica antes que nada en Dios mismo hacia nosotros, en su amor manifestado en Cristo. Un amor que todo lo ha sufrido por nosotros, sin dejar que el dolor o la prueba pudiera apagar el amor. Es el amor de Cristo Crucificado: siendo dolor, siendo Él mismo una llaga abierta de sufrimiento, no deja por ello de amar, ni un instante. En la película de La Pasión, durante la escena de la flagelación, se ve rezar a Cristo el salmo 57 (56):
 
Mi corazón está firme, Dios mío, | mi corazón está firme. | Voy a cantar y a tocar: despierta, gloria mía; | despertad, cítara y arpa; | despertaré a la aurora. Te daré gracias ante los pueblos, Señor; | tocaré para ti ante las naciones: por tu bondad, que es más grande que los cielos; | por tu fidelidad, que alcanza las nubes. (Sal 57 (56), 8-11)
 
Un corazón firme es el de Cristo durante los sufrimientos, porque la bondad de Dios es más grande que todo. Un corazón firme en el amor a su Padre y a nosotros. Como diciendo: “No voy a dejar de amar, ya puedes seguir golpeándome". Como canta el Cantar de los cantares:
 
El amor es fuerte como la muerte. Las aguas caudalosas no podrán | apagar el amor, | ni anegarlo los ríos. (Cant 8,6)
 
Lo cual también puede expresarse diciendo que suframos lo que suframos, siempre, Dios está amándonos. Y lo está haciendo al máximo nivel de su amor. No hay situación que escape o que domine al amor de Dios hacia nosotros, como canta el mismo San Pablo en otro lugar:
 
¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor. (Rom 8, 35-39)
 
Con relación a nuestra caridad, se impone lo mismo, aunque a nuestra debilidad le pareciera encontrar en el sufrimiento una “razón” para dejar de amar. Hemos de gritarnos, pues, en la hora del dolor; no hay razón de sufrimiento para dejar de amar. Miremos a la Sma. Virgen María al pie de la Cruz. Pareciera que ante su dolor inimaginable pudiera dispensársele de amar. Ella podría tener una justificación, figuradamente hablando, para dar rienda suelta al rencor, a la amargura, a destilar hiel por cada una de sus heridas. Pero en ella vence la caridad al sufrimiento. Ella, como su Hijo, herida, sigue amando. Su dolor inmaculado es revelador. Ella sufre por sólo amor, y su sufrimiento es así puro. A ella le pedimos nos enseñe a sufrir y amar así.
 
En la hora de la prueba, pues, cuando pareciera que sólo podemos sufrir, que nada más no es posible, ni siquiera demandado, agarrémonos al amor con que Dios nos ama y pidámosle amar a nuestro prójimo. En esa hora, el Tentador tratará siempre de “dispensarnos de amar”; de proponernos el pecado como la salida que “nos merecemos”, que “necesitamos” (1). No. La caridad todo lo sufre. Como pronunció Juan Pablo II en la beatificación de las mártires María de los Ángeles de San José y Compañeras, el 29 de marzo de 1987, y que se lee como Oficio el día 24 de julio
 
El Señor es mi pastor, nada me falta... Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre (Sal 22,1-3). Los beatos, hijos e hijas de la tierra española, pronuncian hoy, con una especial acción de gracias, las palabras con las que toda la iglesia expresa su confianza sin límites en Cristo, Buen Pastor. Él nos conduce muchas veces con mano firme y segura, a través de caminos difíciles y dolorosos, como lo expresan las siguientes palabras del salmo: Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo (Sal 22, 4). Con estas palabras pudieron dirigirse al Buen Pastor estas tres hijas del Carmelo cuando les llegó la hora de dar la vida por la fe en el divino Esposo de sus almas. Sí. Nada temo. Ni siquiera la muerte. El amor es más grande que la muerte y Tú vas conmigo. ¡Tú, el Esposo crucificado! ¡Tú, Cristo, mi fuerza!
 
Por eso, objetivamente hablando, no hay razones para no amar. Son falacias. Siempre se puede amar. A veces, como en la hora del martirio, es lo único que se puede hacer.
 
 
Todo lo cree (y todo lo espera)
 
Se podría entender este versículo como que la caridad, el amor verdadero, es una especie de abuelito bonachón y confiado que siempre se cree lo que le dicen sus nietecitos, porque no quiere pensar mal de ellos. O como un cónyuge que siempre acepta las falsas promesas de reforma de su cónyuge infiel. O una madre que sigue creyendo ciegamente las mentiras de su hijo drogadicto de que ésta es la última vez que consumirá drogas si le da el dinero que le pide. Como si lo propio de la caridad fuera ser tonta y ciega. No, la caridad se alegra con la verdad, no con la injusticia. Y el amor de Dios no es ciego a nuestros pecados. Como los ve perfectamente, los puede perdonar y sanar.
 
Por eso, sin negar que, en cierto sentido, y en algunas ocasiones, la caridad disimula las ofensas (2), pienso que debemos remar más adentro, y meditar la justa relación entre la caridad y la fe, dos virtudes íntimamente vinculadas, que se alimentan mutuamente, que van de la mano, junto con la esperanza, en el alma del creyente. Hay un texto de Santo Tomás que cita Pieper en su tratado sobre la esperanza:
 
«De este modo, en un santo movimiento circular, las virtudes teologales refluyen en sí mismas; el que es llevado por la esperanza al amor tiene desde entonces una esperanza más perfecta y cree al mismo tiempo más firmemente que antes». (3)
 
Así, en primer lugar, pienso debemos entender este versículo (todo lo cree, todo lo espera) referido a la caridad y a la fe teologales. Como dice Santo Tomás, el que ha sido llevado al amor tiene desde entonces una esperanza más perfecta y una fe más firme. El amor, pues, hace que lo creamos todo de Dios y lo esperemos todo de Él. De esta forma vence sobre la incredulidad y sobre la desesperanza. Todos los motivos para no creer y para no esperar no tienen la fuerza del amor verdadero, no prevalecen ante Él.
 
«A continuación muestra San Pablo de qué manera la caridad impulsa a obrar el bien con relación a Dios. Lo cual realiza principalmente por las virtudes teologales, que tienen a Dios por objeto. Como es sabido, además de la caridad, existen otras dos virtudes teologales: la fe y la esperanza.
 
En cuanto a la fe, dice “todo lo cree”, o sea, todo lo revelado por Dios. [...] Creer en cambio, todo lo que los hombres dicen, sería ligereza, como leemos en el Eclesiástico: “El que es fácil en creer de ligero y en esto peca, a sí mismo se perjudica” (Eccli, 2,9). En cuanto a la esperanza, dice “todo lo espera”, o sea, todo cuanto ha prometido Dios....» (4)
 
Pero también podemos entenderlas, en cierto sentido, como de Dios hacia nosotros. Porque Dios nos ama con verdadera caridad, espera –entiéndase- y cree -entiéndase- que podemos ser santos. Nosotros tendemos a desesperar de nuestra propia santidad y de la del prójimo. Dejamos de creer en las promesas de Dios («no despreciéis las profecías», 1Tes 5,20), en que será posible su obra en nosotros, en que alcanzaremos la vida eterna. Nos puede en ocasiones nuestra patente debilidad, o la del prójimo. “Nunca cambiaré”, “nunca cambiará”, nos susurra el Tentador. Es en ese momento cuando podemos mirar el Amor de Dios, y mirar cómo Él nos mira. Su Amor grita “sé santo, puedes serlo, creo que puedes serlo... Yo no actúo en vano”.
 
El que os llama es fiel, y Él lo realizará. (1Tes 5, 24)
 
Este amor todo lo cree, todo lo espera. Es más fuerte que cualquier objeción. Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Es el mismo amor que gritó al buen ladrón: Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Cristo no dejó de creer en la posibilidad de salvación del ladrón. Tampoco de cada uno de nosotros.
 
La caridad, el amor de Dios y a Dios, nos hacen creer y esperar, pues, algo tan increíble, tan de poco esperar, como que podemos ser santos. Y que lo puede ser nuestro prójimo. Increíble, ¿verdad? Aquí se ve su “teologalidad”, en que no estamos en el terreno de lo meramente natural. Como escribió Chesterton:
 
La verdadera diferencia entre el paganismo y el cristianismo se resume perfectamente en la distancia que existe entre las virtudes paganas, o naturales, y las tres virtudes del cristianismo que la Iglesia de Roma llama virtudes teologales. Las virtudes paganas, o racionales, son cosas como la justicia o la templanza, y el cristianismo las ha adoptado. Las tres virtudes místicas, que el cristianismo no adoptó, sino que inventó, son la fe, la esperanza y la caridad. Sobre estas tres palabras se podría derramar mucha fácil y torpe retórica cristiana, pero quiero limitarme a dos hechos evidentes. El primer hecho evidente (en marcado contraste con la ilusión del pagano danzante); el primer hecho evidente, digo, es que las virtudes paganas: la justicia y la templanza, son virtudes tristes; mientas que las virtudes místicas: fe, esperanza y caridad, son virtudes alegres y exuberantes. Y el segundo hecho evidente —que es aún más evidente es el hecho de que las virtudes paganas son virtudes razonables, y que las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad son, en esencia, tan irracionales como pueden ser. Como la palabra irracional se presta a malentendidos, podemos expresar lo anterior de un modo más preciso diciendo que cada una de esas virtudes cristianas o místicas implica, por su naturaleza misma, una paradoja, lo que no puede decirse de ninguna de las virtudes típicamente paganas o racionales. La justicia consiste en reconocer que algo pertenece a determinado hombre, y dárselo. La templanza consiste en reconocer los límites apropiados de determinados caprichos y actuar en consecuencia. La caridad, sin, embargo, significa perdonar lo imperdonable, o no es una virtud. La esperanza significa esperar cuando no hay esperanza, o no es una virtud. Y la fe significa creer lo increíble, o no es una virtud. (5)
 
Todo lo soporta
 
Soportar quiere decir llevar un peso (portar) desde abajo (so). Es por tanto no sólo no sucumbir a una carga, sino además sostenerla, como una columna. Lo que soporta es más fuerte que lo soportado. Si la carga fuera más fuerte, el soporte caería, se rompería. San Pablo, pues, afirma que la caridad todo lo soporta, es decir, que no hay peso que pueda hacer sucumbir a la caridad. Nada pesa más que la caridad. No hay carga que sea capaz, por sí misma, de impedir que la caridad sea caridad. Y esta verdad, como hemos venido diciendo, debe ser un aliento en la prueba, un exorcismo de la tentación que nos dice “con tantas cosas que tengo que hacer no puedo detenerme en amar”. No. Es verdad que no podemos llevar muchas veces la carga que nos impone la historia, y no tenemos que por qué llevarla toda, pero siempre se puede amar. No hay razón para no amar.
 
No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea de medida humana. Dios es fiel, y Él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla. (1Cor 10,13)
 
Dicho esto, podemos contemplar dos cargas especialmente relacionadas con la caridad. La cruz y el prójimo.
 
 
La primera es la Cruz. Es la carga que sin la caridad, unida a la fe y a la esperanza, no podemos llevar. Pero con estas tres sí.
 
«Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por Mí, la encontrará». (Mt 16,24s)
 
«Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará». (Mc 8, 34s)
 
«Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará». (Lc 9, 23s)
 
Con Cristo, con su caridad (caritas Christi), el yugo se torna ligero, y la carga soportable. ¡Es posible llevar la Cruz! No es necesario ya alienarse, ocultarla, o quedar aplastado por ella.
 
Y no sólo es la que hace posible llevar la cruz... es el modo de hacerlo.
 
La segunda es el prójimo. Con el prójimo podemos decir algo similar a lo que clamaba Moisés:
 
Entonces yo os dije: “Yo solo no puedo cargar con vosotros. El Señor, vuestro Dios, os ha multiplicado, y hoy sois tan numerosos como las estrellas del cielo. Que el Señor, Dios de vuestros antepasados, os haga crecer mil veces más y os bendiga, como os prometió. Pero ¿cómo voy a soportar yo solo vuestras cargas, vuestros asuntos y vuestros pleitos?" (Dt 1, 9-12)
 
Pero nunca “estamos solos” para cargar con el prójimo. Cristo siempre está con nosotros por la caridad. Con Él y por Él no hay nadie in-soportable. No hay nadie con el que no pueda cargar. Además, como con la cruz, la caridad no sólo es la posibilidad de cargar con el prójimo, es el modo de hacerlo.
 
Miremos a Cristo. Recordemos que, antes de nada, Él nos soporta a nosotros, nos lleva, con nuestras cargas y dolores: «Él soportó nuestros sufrimientos | y aguantó nuestros dolores» (Is 53, 4), o como dice en otro lugar: «No fue un ángel ni un mensajero, | fue Él mismo en persona quien los salvó, | los rescató con su amor y su clemencia, | los levantó y soportó, todos los días del pasado» (Is 63,9).
 
Y este amor nos hace fuertes (pesados, pues nuestro “peso es lo que amamos” (6)), fuertes para sobrellevarnos unos a otros:
 
Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los endebles y no buscar la satisfacción propia. Que cada uno de nosotros busque agradar al prójimo en lo bueno y para edificación suya. Tampoco Cristo buscó su propio agrado, sino que, como está escrito: Los ultrajes de los que te ultrajaban cayeron sobre mí. (Rom 15, 1-4).
 
Conclusión
 
No hay razones para no amar.
 
Cuando no amamos, no tenemos razón. 
 
 
                                                  P. Tomás Minguet Civera
                                 14 de diciembre de 2020, San Juan de la Cruz
 
 
Notas al pie
 
(1) “Los que quieren enriquecerse sucumben a la tentación, se enredan en un lazo y son presa de muchos deseos absurdos y nocivos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males, y algunos, arrastrados por él, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas. Busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre” (1Tim 6,9-11).
 
(2) “El odio provoca reyertas, el amor disimula las ofensas” (Prov 10,12).
 
(3) De spe, 3 ad 1. Cit. En J. Pieper, Las virtudes fundamentales, 9ª ed. (Madrid, Rialp, 2007), p. 381.
 
(4) Santo Tomás, cit. En A. Royo Marín, Teología de la caridad (Madrid, BAC, 1960), p. 394.
 
(5) Chesterton, G. K. (2009) Herejes (Barcelona, Acantilado) p. 114.
 
(6) “Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado”. San Agustín, Confesiones, XIII, 9, 1.