lunes, 27 de mayo de 2019

La policía y los policías (Gustave Thibon)




   Uno de nuestros grandes escritores franceses me ha contado la escena siguiente, de la que él había sido testigo un poco antes de 1914. Fue en el curso de una cena mundana a la que se había invitado a Charles Péguy. La conversación recayó sobre un acto de bandidaje cometido la víspera y que había costado la vida a un policía. "¡Bah! - exclamó un joven invitado -, ¡un poli más o menos!". Ante esto, Péguy rugió: "Cállese, pequeño botarate (en realidad se sirvió de un término mucho más enérgico): ¿Sabe usted que es ese "poli" oscuro y mal pagado el que vigila su persona y sus bienes y que, sin el orden que en la calle aseguran sus colegas, usted no tendría ni tan siquiera la seguridad necesaria para volver a su casa esta noche?" Y Péguy continuó con un vibrante elogio de la policía y los policías...



   Estas palabras me vuelven a la memoria en una época en la que la policía tiene una particular mala prensa. Si se cree a ciertos periódicos (que reflejan, o más bien movilizan, una gran fracción de la opinión pública), casi siempre es el policía quien no tiene razón en cualquier enfrentamiento entre las fuerzas del orden y elementos subversivos: manifestantes, agitadores, incluso delincuentes. Sin hablar, claro está, de las torturas a lo largo del interrogatorio, de los arrestos y de las detenciones arbitrarias, etc. Tal indignación en un sentido único podría dejar suponer que la mayoría de los policías se recluta entre los brutos o los sádicos.

   Que haya habido y que aún haya grandes abusos, no pienso ni negarlo ni excusarlo. Es ése un peligro que viene del temperamento requerido para la práctica del oficio. Un policía a quien a priori le repugnase todo uso de la violencia estaría tan escasamente en su lugar como un cirujano que se desmayase a la vista de la sangre.

   Los detractores unilaterales de las "costumbres policíacas" parecen olvidar dos cosas:

1. Que la policía es una institución necesaria. Y que sus errores y excesos (siempre condenables) son poca cosa comparados con sus beneficios. Desgraciadamente, vemos muy bien los primeros a causa de su carácter accidental y chocante, mientras que una costumbre secular desvía nuestra atención de los segundos. Encontramos perfectamente normal circular por las calles o en las carreteras sin riesgo de ser asaltados y atracados y no pensamos nunca agradecérselo a la policía. Pero el día, como ocurrió el año pasado en Montreal, en que todos los policías se pongan en huelga, mediremos, por el número de las violencias y de los pillajes, la importancia de una institución desconocida o despreciada con tanta ligereza.

2. Que la tarea del policía es difícil. ¿Hasta qué punto debe, por ejemplo, soportar los golpes sin devolverlos, con riesgo de ser apaleado y desbordado, cuando una manifestación se convierte en un alboroto? O incluso, ¿cuál es el justo medio, en el interrogatorio de un sospechoso, entre la cortesía (¿por qué no la discreción?) del hombre de mundo, que conduciría a declarar inocentes a todos los culpables, y los procedimientos feroces del inquisidor, capaces de hacer confesar cualquier cosa a un inocente?

   Dicho esto, soy de los que piensan que la policía debería intervenir lo menos posible en la vida de los individuos y de las colectividades. Y que toda sociedad en la que ésta juegue un papel preponderante muestra, por ello mismo, que está peligrosamente enferma.

   Pero el verdadero remedio es ante todo preventivo, y algunos minutos de reflexión sobre el doble sentido de la palabra policía nos proporcionará su secreto.

   Esta palabra (del griego politeia: gobierno) designa el conjunto de los reglamentos establecidos en un estado respecto de todo lo que hace referencia a la seguridad y comodidad de los ciudadanos.

   En segundo lugar, la palabra policía se aplica a la administración, es decir, de hacer reinar el orden en la ciudad.

   De donde proviene que fatalmente se establece un juego de báscula entre la observación espontánea de las reglas de la primera policía y la necesidad de hacer intervenir a la segunda.

   Pongamos dos ejemplos:

   Si todos los automovilistas respetasen el Código de la Circulación, la presencia de los policías sería inútil, si no fuese más que para facilitar la circulación en algunos cruces muy atestados. Pero dada la imprudencia de tantos conductores, más vale "el ángel de la carretera", incluso si su comportamiento no es siempre angelical, que las carnicerías que llevaría consigo su ausencia.

   Ciertas universidades francesas se han convertido en lugares peligrosos en los que los profesores corren a diaria el riesgo de padecer los peores ultrajes. Allí, el recurso a la policía se siente como un golpe intolerable a los fueros universitarios. Pero, ¿cómo se podrá conservar durante mucho tiempo un privilegio cuyo uso no está legitimado por ninguna disciplina interior?

   Lo mismo en todos los campos. Mientras menos civilizados son los hombres - es decir, formados e impregnados por la civilización -  más necesidad tienen de ser llamados al orden por la policía en tanto instrumento de constricción y de represión.

   Es una ley verificada por la historia con una desoladora monotonía que la tiranía procede siempre del hundimiento de la civilización y de las virtudes unidas a ésta: el civismo, la civilidad, etc. Entonces, un poder dictatorial -afianzado por una policía sin escrúpulos- impone por medio de la violencia un máximo de esclavitud allí donde la libertad rechazó un mínimo de disciplina. La alternativa es clara: en la medida en que los hombres dejan de comportarse como ciudadanos de una nación civilizada, se preparan para convertirse en víctimas de un Estado policial.

                                                                          Gustave Thibon
                                                                 (El Equilibrio y la Armonía)

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