sábado, 1 de junio de 2019

El fin del Imperio Español en América



Dejo a continuación un texto escrito en 1939 por Eugenio Vegas Latapié, que constituyeran el prólogo de libro de Marius André de igual título (publicado inicialmente en francés con estudio preliminar de Charles Maurras). Si bien es un texto largo para una entrada en un blog, vale la pena tomarse un tiempo y leerlo despacio, puesto que su autor es católico, español y monárquico.

(Los resaltados en colores, me pertenecen.)


EL FIN DEL IMPERIO ESPAÑOL EN AMÉRICA 

POR 

EUGENIO VEGAS LATAPIE (†)

Un continente y otro renovando las viejas prosapias, 
en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua, 
ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos
RUBÉN DARÍO 

¿Cómo perdió España a América?; ésta es la cuestión que inquietó la mente del francés Marius André haciéndole desempolvar legajos y escudriñar archivos, recogiendo los frutos de esta investigación en la obra titulada El fin del Imperio Español en América, escrita y publicada en francés y traducida seguidamente al español hace ya tres lustros.



Charles Maurras, en el interesante estudio titulado Las fuerzas latinas con que enriqueció la edición francesa de esta obra, destaca cómo su autor ha hecho surgir, con sus documentadas revelaciones, efectos de sorpresa por no decir de estupefacción a los ojos de los europeos mal reseñados o informados completamente al revés por la oficial doctrina de la democracia internacional.

Estamos acostumbrados a creer que España perdió a América al introducirse en aquellas dilatadísimas regiones los principios de la Revolución francesa, que al dar luz a los ojos de los americanos, hasta entonces sumidos en tinieblas, les hicieron lanzarse al campo, prefiriendo morir en defensa de sus libertades a continuar soportando un momento más el yugo del fanatismo y despotismo español. La verdad oficial del siglo XIX sentó como un axioma que nuestros antiguos virreinatos se alzaron por la Revolución y la Libertad contra la Corona y los frailes, pero las investigaciones históricas contemporáneas, sin más que desenterrar los abundantísimos documentos existentes del momento que nos ocupa, han tirado por tierra toda la leyenda que el siglo XIX admitió como axioma y que no es sino un tejido de burdas falsedades e invenciones sin un principio siquiera de fundamento real. Concretando los términos podemos sostener que América se alzó inicialmente por la Religión y por el Rey de España contra Napoleón y las funestas y antiespañolas Cortes de Cádiz.

Muchas de las autoridades españolas que había en América, afiliadas a logias masónicas y compenetradas del ideario de los enciclopedistas franceses, trataron de reconocer al rey intruso José Bonaparte, y contra estas autoridades se sublevaron los pueblos todos de Hispanoamérica al grito de ¡Viva Fernando VII! Levantados los pueblos en favor de la Monarquía Católica, sobrevienen más tarde las querellas con las Cortes de Cádiz, empeñadas en despojar a la Corona, en beneficio de las Cortes, de las facultades regias que en aquel entonces no podía ejercer Fernando VII por encontrarse prisionero del corso emperador; y la actuación de las logias masónicas que rapidísimamente se desenvuelven; y la llegada de “voluntarios” extranjeros a América apoyados por sus Gobiernos —como aquella legión inglesa, compuesta de veinte mil hombres, preciadísimo núcleo de las tropas de Bolívar—; y el familiarizarse con la idea de la independencia absoluta, tan fácil de propagar; y el desgobierno de la Metrópoli; y, por último, la traición de Riego en 1820 que, al sublevar en Cabezas de San Juan las tropas que debían salir para vencer la revuelta americana y al restaurar la Constitución de Cádiz, trajo consigo la instauración del régimen liberal y democrático que, a su vez, al dedicarse acto seguido a humillar al Rey y a perseguir a la Iglesia, incrementó la impopularidad de España en América, motivando que inmensas regiones aún fieles, como Méjico y todo Centroamérica, deseosas de salvaguardar los intereses de la Religión y del Trono, rompieran definitivamente los lazos que las unían con el Gobierno de Madrid.

De dos maneras contribuyó el liberalismo de la Península a la pérdida de las Américas, afirma el escritor mejicano José María Roa Bárcena: “difundiendo en las masas los gérmenes del filosofismo y anarquía que encerraban las leyes de las Cortes de Cádiz… y haciendo al mismo tiempo que los elementos conservadores se agrupasen en torno del estandarte de la independencia, para guardar las instituciones y costumbres cuya desaparición se creía segura, si se prolongaba nuestra dependencia de la Metrópoli”.

En muchos aspectos cabe afirmar que la guerra de la Independencia americana guarda grandes analogías con nuestras guerras carlistas. Iniciadas cuando España se entregaba con todas sus energías a luchar contra las huestes napoleónicas, durante mucho tiempo fueron exclusivamente sostenidas entre americanos, impotente la Metrópoli para dirigir sus miradas a otro objetivo que no fuera vencer al francés invasor. Muchos de los primeros en sublevarse en América, de haber vivido en España, hubieran sido fieles soldados de Don Carlos. Los más sanos elementos del separatismo catalán y vasco los ha originado la pérdida de los ideales carlistas tras haber sido vencidos en tres guerras civiles y el envenenamiento producido por cincuenta años de amodorramiento deparado por la Restauración liberal y democrática implantada por Cánovas. Son muchos los nacionalistas que tenían detrás de sí un padre y varios abuelos carlistas, no siendo raro encontrar en los años que precedieron a nuestro Movimiento Nacional, hogares separatistas en que aún se conservaba como sagrada reliquia de familia la boina roja del abuelo o del tío muerto en las filas de Don Carlos defendiendo la causa de la Religión y de España, o alguna litografía representando a Don Carlos en la majestad de su edad madura, con su varonil y bien cuidada barba y su popular y enorme perro a los pies. La desesperación morbosa y desintegradora de los vencidos que desesperanzados abandonaban el carlismo, en España tardó ochenta años en manifestarse; en América fue cuestión de meses.

Así como la matanza de frailes, perpetrada por el populacho juguete de las logias, y tolerada por el Gobierno, en julio de 1834, dio nuevos cruzados a la causa de Don Carlos, la noticia de la nueva expulsión de los jesuitas y la abolición del Santo Oficio decretadas por las Cortes nacidas de la sublevación de Riego lanzan al pueblo mejicano a la revuelta por Dios, por la Patria y por el Rey y a ofrecer la Corona Imperial de Méjico al sojuzgado Fernando VII.

Morillo, general de Fernando VII, era volteriano, en tanto que Bolívar en 1827 había de escribir: “La unión del incensario con la Espada de la Ley es la verdadera arca de la alianza”. El general español La Serna, el vencido en Ayacucho, era liberal y enemigo acérrimo del general Pezuela, virrey del Perú, enemistad que más tarde llega a alcanzar caracteres de guerra intestina entre los generales La Serna y Olañeta, entusiasta este último de la Monarquía absoluta, con la consiguiente división en las tropas españolas escindidas en liberales y realistas. Son las tropas que manda España a sofocar los conatos de independencia las que más laboran contra la Patria. “La masonería —ha escrito el Conde de Cheste, hijo del virrey Pezuela— que en Lima y Perú Alto no se conocía, la propagaron los llegados de España”. Si la causa de la Metrópoli se mantiene pujante durante algunos años se debe “a las valientes tropas del país”, y en modo alguno a los militares enviados de España, indisciplinados, despreciadores de los elementos criollos, e irreligiosos.

Guerras civiles fueron éstas de América con sus vaivenes, cambios de bando, etc., que recuerdan las guerras civiles de España, de las que no constituyen sino la versión americana. Guerras, sediciones, revueltas y asesinatos que han tenido caracteres endémicos en las veinte repúblicas americanas desde los tiempos de la Independencia, como endémicos han sido en la Metrópoli esos mismos males y fenómenos desde el día en que renunciando a su Historia constituyó sus instituciones públicas conforme a los dictados de los principios alumbrados por la Revolución Francesa.

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Toda Nación, como toda sociedad o persona jurídica, tiene como base la conciencia de una común empresa a realizar. No hay más aglutinante para los pueblos que la comunidad en unos mismos ideales. Cuando estos ideales comunes llegan a esfumarse, se carece de verdadera unidad y son estériles los esfuerzos que por conservarla se hagan apelando a la fuerza o a la compraventa de adhesiones. La esencia de España y de su Imperio era la defensa y propagación de la doctrina de Cristo, tal y como la define y enseña la infalible autoridad de la Cátedra de San Pedro. España, en el siglo XVI, logró el pleno y precioso ideal de la unidad de la creencia. “Sólo por ella —ha escrito el maestro Menéndez y Pelayo — adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social”. España, durante el reinado de la Casa de Austria, fue una Monarquía católica, pero de un catolicismo auténtico, de un catolicismo con obras, misionero. Con espíritu de misión creó España su Imperio que se derrumbó bajo el soplo de los vientos liberales y escépticos que venían de España y las Naciones de Europa.

España y su hermana Portugal fueron las únicas Naciones que han sabido y han querido civilizar, elevar los pueblos y gentes salvajes a la misma categoría y a un plano de igualdad con los conquistadores. Capitanes, frailes, encomenderos y oidores y presidiéndolos a todos la autoridad respetada y venerada de los Reyes de España, con sus leyes y sus Consejos, han realizado el milagro de que aún corra sangre indígena en el continente que Colón descubrió y que estos indígenas hayan logrado un nivel cultural y religioso comparable con el de los pueblos que los civilizaron .

América nació en 1492 y su espíritu vino sobre las aguas, dirigido por Colón e impulsado por el aliento maternal de la Reina Católica. La América actual nada debe ni tiene de común con los pueblos y tribus bárbaras que vegetaban sobre sus fértiles tierras y al amparo de sus ubérrimas florestas, salvo la sangre indígena que el conquistador español respetó, imbuido de un concepto religioso de la vida humana, cualquiera que fuere el color de la piel con que se presente y sin seguir la conducta de exterminio observada por los ingleses colonizadores del Norte del continente que España descubrió. Religión, Gobierno, leyes, idioma, usos y costumbres, todo vino de España a incorporar a la vida de la gracia y de la civilización a los naturales del país y a fundar ciudades, villas y aldeas. El nicaragüense Pablo Antonio Cuadra nos cuenta, en su primoroso trabajo Hacia la Cruz del Sur, haber oído de los labios paternos que América había nacido cristiana como ninguna otra raza, ni ningún otro continente, pues nació sin mancha, es decir, al mismo tiempo que comenzaba a ser América comenzó a ser católica. Y así el cantar lo dice: “La Virgen tiene primor / por la raza americana, / porque, como Ella, nació / sin mancha, raza cristiana” .

“ Nuestra Patria —escribe el venezolano Briceño Iragorri en sus recientes Tapices de historia Patria— no es la continuidad de la tribu aborigen, sino la expansión del hogar conquistador, vinculado tan fuertemente a la tierra americana, que al correr de los años fueron sus hijos los legítimos indígenas, hasta el extremo de ver como extranjeros a los propios españoles de la Península”. España mandó a América a los hijos de los grandes, y a los hermanos de sus santos —cinco hermanos de Santa Teresa formaban en 1546 en las huestes de Don Blasco Núñez Vela, primer virrey del Perú— y a los segundones de sus más ilustres casas. Los más claros linajes de Castilla tuvieron retoños que aún perduran en toda las latitudes de la América española. Comentando la Conferencia de Lima, reconocía José F. de Lequerica que “los americanos son los más directos descendientes de los conquistadores, es decir, de la parte más aguerrida de la raza”.

Los esfuerzos de misioneros y encomenderos se conjugan para hacer entrar a los indios en el camino de la verdadera religión y del trabajo y elevar a éstos desde su condición despreciable y mísera a la categoría de hermanos menores capaces de sumarse a las actividades sociales de quienes los civilizaban, misión que se realizaba para bien de los indios y seguridad de la misma bajo el amparo de la espada de nuestros soldados.

El primer jalón para nuestra leyenda negra lo puso el P. Las Casas. Por razones muy de segundo orden, entre las que no hay que olvidar su interesada enemiga contra Hernán Cortés, puso su pluma, influencia y actividad en contra de los conquistadores, cubriéndolo con el ingenuo pretexto de defender a los indios indefensos. Para combatir abusos que las más de las veces tan sólo en su fantasía tenían realidad, Fray Bartolomé de Las Casas pintaba escenas terribles y espantosas matanzas, salpicado todo esto con disparates geográficos y exageraciones inverosímiles, cuya falsedad ya pusieron de manifiesto contemporáneos suyos como Montolinea, merced al cual sabemos la inactividad evangélica de Las Casas entre los indios, hasta el punto de no haberse molestado en aprender su idioma, en tanto que cientos y cientos de misioneros se adentraban en las selvas a predicar a los indios la religión del Crucificado, amparados en esta misión por la espada de los capitanes. Pablo Antonio Cuadra ha planteado la cuestión con lapidarias palabras. Dice así: “El primer conquistador liberal de América fue el Padre Las Casas. El Padre Las Casas fue también el primer español enemigo de España, y por lo tanto, el primer enemigo de los indios. El Padre las Casas, basado en la teoría liberal de la bondad natural del hombre, hubiera deseado la conquista de América como una campaña electoral, y que la religión fuese aceptada por un plebiscito de salvajes. Baste un caso: cuando vino el obispo de Chiapas a Nicaragua levantó una violenta campaña en contra del descubrimiento del Desaguadero y conquista de las regiones atlánticas. Negando la absolución a los conquistadores, predicando con una fogosidad subversiva y demagógica, logró desbaratar la expedición que ya estaba lista. La costa Atlántica no fue conquistada. Aún no lo ha sido. Gracias a su caridad insensata, los indios son allí todavía indios y vagan en la barbarie esperando la hispanidad. La historia es más triste aún: separando la espada de la cruz quiso la conquista liberal de la barbarie. Una expedición de misioneros salió hacia las regiones salvajes, pero… nunca regresó. Los misioneros, sin el sostén y la defensa conquistadora, fueron comidos por los indios”.

Durante el siglo XVII España consolida su obra de evangelización y cultura y dicta leyes que aseguran la paz y el progreso en tan dilatadísimo Imperio. Un mismo ideal fundía en compacto bloque a los españoles de aquende y allende los mares. Tan españoles eran y tan orgullosos se sentían de serlo los hijos de los españoles que permanecieron en la Península como los de quienes se establecieron en América. España vino a ser la casa solariega de los criollos, cuyos abuelos, comunes con los nuestros, vivieron al amparo de los muros venerables que quedaron en propiedad del hijo mayor, en tanto que los segundones iban a fundar en América nuevos hogares, creados a imagen y semejanza de aquellos seculares que en la Península habían cobijado su niñez.

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La obra se interrumpió en el siglo XVIII al trocarse, como tan certeramente ha dicho Ramiro de Maeztu, la Monarquía española de Católica en Territorial. España comenzó a apartar su vista del ideal verdadero que la había hecho grande para ponerla en Francia y en lo francés. Sus jerarcas y rectores dejaron de considerarse espada y brazo al servicio de un ideal de misión y de sacrificio para pensar tan sólo en obras públicas, percepción de tributos e incremento de las explotaciones comerciales. En la segunda mitad de este siglo traidor, España dejó de mandar a América misioneros y virreyes, padres de los pueblos y de los indios, y en su lugar fueron funcionarios ávidos de saciar su codicia y reparar sus quebrantadas haciendas, secuaces de las doctrinas enciclopedistas y reverentes admiradores de sus pontífices Voltaire y Rousseau. El germen de las infinitas revoluciones que han conmovido constantemente a veinte repúblicas americanas desde la Independencia hasta nuestros días, lo enviaban los afrancesados españoles en navíos como aquellos que Bastella tituló “de la ilustración” que arribaban a Caracas con sus bodegas repletas de libros antirreligiosos y anarquizantes.

La expulsión de los jesuitas, tramada en la oscuridad de las logias e impuesta por Voltaire y D’Alembert a los ministros enciclopedistas del desdichado Carlos III y sancionada por este Monarca de triste memoria, fue un gravísimo quebranto para la conservación del Imperio español. Muchas fueron las ciudades de Hispanoamérica en que surgieron violentos motines y se alzaron airadas protestas contra el bárbaro y sacrílego atropello. Los españoles de América se dolían de la expulsión de los beneméritos hijos del español San Ignacio, decretada por los afrancesados de Madrid. El ministro de Carlos III, Roda, escribía con servilismo lacayuno al ministro de Luis XV, duque de Choiseul: “La operación nada ha dejado que desear: hemos muerto al hijo; ya no nos queda sino hacer otro tanto con la madre, nuestra Santa Iglesia Romana”. Rudísimo golpe fue para el prestigio de España en América, aún intacta al contagio del ateísmo francés, la iniquidad impuesta por el Gobierno de Madrid. No hay nada que relaje tanto los vínculos de subordinación y afecto como la injusticia descarada y reiterada perpetrada por el gobernante, y ninguna injusticia llega tan hondo como la que agravia las convicciones religiosas.

El conde de Aranda, a la vista de la independencia de las colonias inglesas en América y previendo efectos de mimetismo y contagio, propuso a Carlos III la división de la América española en tres grandes Monarquías, cuya Corona habían de ceñir tres Infantes de la Familia Real de España, aunque bajo el alto patrocinio del Monarca español. Creía Aranda prevenir con esto el derrumbamiento de nuestro Imperio y el divorcio definitivo con la Metrópoli de los pueblos que integraban los virreinatos y no se percataba que más que el ejemplo de los Estados Unidos eran sus conscientes ataques a la Religión y a la Iglesia los que minaban nuestro Imperio. Aranda, Campomanes, Floridablanca, Godoy, sus secuaces y sus regios sostenedores Carlos III y Carlos IV son los principales responsables del derrumbamiento del Imperio que crearon los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II y engrandecieron y cultivaron los Monarcas sucesores. Los gobernantes de Madrid atacaban a la Iglesia y volvían la espalda al destino que Dios había señalado a España en la Historia Universal, y los americanos, sinceramente fieles al espíritu del Siglo de Oro que tan perfectamente supo encarnarlo, comenzaron a considerar al Gobierno de Madrid como a un exactor de impuestos, enemigo de sus más caros ideales. Cecil Jane ha escrito: “Parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre”.

“Las verdaderas causas de nuestra Independencia —decía no ha largo tiempo en acto público celebrado en Nicaragua, su Patria, José Coronel Urtecho—, no hay que buscarlas en nuestro pueblo, sino en el seno mismo del órgano central del vasto Imperio a que pertenecimos. Los principios revolucionarios corroyeron a la Monarquía directora en donde estaban resumidas y personificadas la soberanía y la independencia de un gran haz de Naciones, y al relajarse la tradición autoritaria que había formado el Imperio más vasto y el más uniforme que ha conocido el mundo, se operó la violenta desmembración a que aludimos, con el pomposo nombre de Independencia Americana”.

El nuevo concepto de la vida y del gobierno que inspiraba a los Ministros de Carlos III y de su sucesor no podía dar otro resultado. Además, la constante y sistemática enemiga mantenida a pretexto de regalías de la Corona contra la Iglesia y las Órdenes Religiosas, tan arraigadas e influyentes en América, crearon un ambiente de positivo y explicable descontento entre los frailes contra sus injustos perseguidores los “avanzados” gobernantes de Madrid. Gran luz depara para comprender este momento histórico la lectura detenida de los cinco gruesos volúmenes en que se recogieron las famosísimas Cartas que el dominico andaluz Padre Alvarado publicó con el pseudónimo de El Filósofo Rancio y fechadas entre 1810 y 1814. Los padecimientos, vejaciones y torturas impuestas por los gobernantes de Cádiz y más tarde de Madrid a los frailes españoles, expuestos en tono polémico por el Rancio, hacen acongojar, no obstante el tiempo transcurrido, a todos los espíritus rectos que vibran de santa ira ante el espectáculo que presenta la virtud perseguida y la injusticia triunfante.

Los “emboscados” de Cádiz ofendían y perseguían a los frailes en tanto que éstos luchaban en los frentes y se hacían matar por la independencia de España. Los afrancesados, los que a sí mismos se discernían el título de “espíritus selectos”, que por fatal inconsecuencia para el futuro español no acataron al intruso José Bonaparte, se instalaron cómodamente en Cádiz a buen recaudo de las balas y se dedicaron a legislar en contra de la manera de pensar del pueblo sano que con admirable heroísmo se hacía matar en los frentes, ese pueblo a quien el diputado de Cádiz, conde de Toreno, describió como “singular demagogia, pordiosera y afrailada, supersticiosa y muy repugnante”, despectivas palabras del prohombre liberal que hicieron comentar a Menéndez y Pelayo: “¡Lástima que sin esa demagogia tan mal oliente y que tanto atacaba los nervios al ilustre conde, no sean posibles Zaragozas ni Geronas!”. Esta política antirreligiosa de las clases gobernantes españolas, manifestada por mil medidas agresivas dictadas por las Cortes de Cádiz, continuando y acentuando las precedentes de Godoy y adláteres, disfrazadas con el nombre de reformas del clero y de los conventos, influyó decisivamente en las Asambleas que en ausencia de Fernando VII surgieron, al igual que en la Península, en las principales ciudades de América y que concluyeron acordando la separación definitiva y total de España, Asambleas en las que tan numerosos eran los frailes y tan decisiva su influencia. En 1816 se reúne en Buenos Aires el Congreso que ha de pronunciarse sobre el porvenir de las provincias del Plata, y el 9 de julio proclama solemnemente la independencia. El histórico documento, obra de un fraile agustino, lo firman veintinueve ciudadanos, de ellos dieciséis curas y frailes.

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La independencia de los frailes americanos era a la larga una consecuencia de los principios que presidieron nuestra colonización. No habíamos ido a América a explotar sus riquezas ni a esclavizar a sus naturales manteniéndoles en el salvajismo como, con un criterio material y mercantil de la vida, han hecho los demás países de Europa para de esta manera tener para siempre sometidos a estos seres inferiores, verdaderos esclavos, con la sola vigilancia de un puñado de soldados. De España trasplantamos a América y a Filipinas la carne de nuestra carne y la flor de nuestro espíritu para crear nuevos pueblos y elevar a los naturales a un plano de igualdad con los conquistadores. Al lado de la espada de los capitanes estaba siempre la Cruz del misionero, la espada protegiendo a los ministros de la Cruz para impedir, como en el referido episodio lascasiano, que los indios se comieran a los misioneros. Los muros de los fortines eran tan sólo un anticipo y un cimiento de los templos y catedrales suntuosas que habíamos de levantar y de las Universidades que habían de emular a las del viejo Continente. Cuando esos pueblos nuevos crecieron y se multiplicaron en espíritu y número era natural pensar que habían de ir debilitándose los lazos administrativos que les unían bajo la tutela del Gobierno de Madrid, hasta llegar a la emancipación total, pero con vínculos indestructibles para con la madre común que les engendró y amorosamente cuidó de su crecimiento, y con lazos de hermandad con todos los pueblos hispánicos que del mismo tronco proceden y comulgan en el mismo espíritu.

Los falsos ideales del siglo XVIII, corrompiendo a los jerarcas de la Monarquía española, vinieron a quebrar tan armoniosa evolución y a lanzar a veinte pueblos aún menores en los brazos de la revolución liberal y democrática. Las repúblicas americanas son frutos desprendidos del árbol antes de estar en sazón, pero no olvidemos que por su parte la España del siglo XVIII había perdido su savia y que repudiando prácticamente su historia se vio privada de su virtualidad hasta caer en esa segunda infancia, próxima de la imbecilidad senil, de que a este respecto habla Menéndez y Pelayo. Durante la guerra de la Independencia el conocido revolucionario y poeta Manuel José Quintana como Secretario General de la Junta Central enviaba a América desde Cádiz proclamas del tenor siguiente: “Ya no sois aquellos que por espacio de tres siglos habéis servido bajo el yugo de la servidumbre: ya estáis elevados a la condición de hombres libres”, proclamas que, según comenta el citado Menéndez y Pelayo, hicieron un efecto desastroso, contribuyendo a acelerar el alzamiento contra la madre patria y dando perpetuo asunto a las declamaciones de los aventureros políticos, tan gárrulos en la España ultramarina como en la peninsular, durante aquellos años a un tiempo gloriosos e infaustos.

Argentina, Perú, Colombia, Méjico, Guatemala…, nacidas a la vida independiente en el siglo XIX, hacéis bien y acertadamente al negar ser hijas de la España actual o de la del siglo pasado. La España actual es hermana vuestra en cuanto descendemos todos de la misma madre, la España del siglo XVI. Rubén ha escrito: “Soy un hijo de América; soy un nieto de España”.

Españoles y americanos tenemos los mismos abuelos y el habernos quedado los peninsulares con la casa solariega no nos autoriza a mirar con ojos protectores a los descendientes de hermanos de nuestros abuelos que en América han sabido hacer surgir vástagos altos, robustos y fuertes. Más dignos hijos de la España eterna y de los españoles del siglo XVI son y han sido ecuatorianos como García Moreno, nicaragüenses como Rubén Darío y argentinos como Roberto Levillier —el diplomático insigne que ha tenido el valor de ir a Ginebra a solicitar de la Sociedad de Naciones que inicie el proceso de revisión de la obra de España en América en sus grandes siglos— que no todos esos periodistas, oradores y publicistas que se han dedicado a calumniar a la Iglesia, renegar de los ideales que inspiraron a nuestros mayores y ensuciar con falsas leyendas y burdas invenciones la memoria de nuestros Reyes, de nuestros Santos, de nuestros Capitanes y de nuestras más benéficas y fundamentales instituciones.

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Expuestas quedan las causas remotas del derrumbamiento del Imperio español en América. La coyuntura histórica, para manifestar en hechos tangibles el proceso de desintegración que corroía a las clases directoras de España y América, la deparó la invasión francesa de 1808. El pueblo español, traicionado por sus directores, se alzó espontáneamente contra las huestes de Napoleón , rebeldía que es secundada por los españoles del otro lado de los mares. Ni un solo pedazo de tierra hispanoamericana rinde pleitesía al usurpador José Bonaparte. Algunos virreinatos envían diputados a Cádiz y recursos a la Regencia. Pero los lazos administrativos que les unían con la Metrópli se relajan y el anhelo de independencia conquista velozmente prosélitos a la vez que potencias europeas aliadas nuestras, como Inglaterra, aprovechan la ocasión para deshacer nuestro Imperio enviando alientos y auxilios a los separatistas. Sin embargo, muy importantes núcleos de americanos se resisten a romper con España y la guerra civil se desencadena en vastísimas regiones con alternativas diversas, hasta que la sublevación de Riego en 1820 viene a decidir la victoria en favor de los partidarios de la independencia. El caso de Méjico es altamente aleccionador. En 1810 el cura Hidalgo, párroco de Dolores, dio el grito de independencia principiando una serie de luchas y persecuciones, acaudilladas por guerrilleros, algunos tan famosos como el cura Morelos y Mina, que tras haber sembrado la ruina y el espanto en varias comarcas son rudamente reprimidas. En 1820 Méjico entero y Centroamérica reconocen la autoridad del Rey de España salvo algunos cabecillas como Guerrero que se han refugiado en inaccesibles montañas. En este momento llega la noticia de la sublevación de Cabezas de San Juan, restauración de la Constitución de 1812 y primeros decretos de las Cortes contra la Inquisición y los jesuitas, acontecimientos que colmando la indignación de los mejicanos les llevan a romper con el Gobierno de Madrid, proclamándose independientes y ofreciendo la Corona de Méjico al sojuzgado Fernando VII. El 24 de febrero de 1821 el coronel Agustín de Iturbide, que tanto se había distinguido combatiendo a las hordas de Hidalgo y Morelos, se levanta contra el Gobierno de Madrid lanzando el manifiesto conocido en la historia con el nombre de Plan de Iguala, en cuyo primer artículo se afirma que la Religión de la Nueva España es y será siempre la católica, sin tolerancia de ninguna otra, y se establece como forma de gobierno la Monarquía “templada por una Constitución análoga al país”. “Fernando VII, y en su caso los de su dinastía o de otra reinante serán los Emperadores, para hallarnos con un Monarca ya hecho y precaver los atentados funestos de la ambición”, decía textualmente el Plan.

Los independizadores resumieron en tres principios fundamentales el contenido de su programa, principios que simbolizaron en los tres colores de la nueva bandera. El rojo simboliza la Religión; el blanco, la unión bajo el Gobierno monárquico; y el verde, la independencia Patria. Por enarbolar ese lema el Ejército que siguió a Iturbide se le llamó “trigarante” o de las tres garantías, y el 21 de septiembre de 1821 entraba triunfalmente en la ciudad de Méjico, aprobándose ocho días más tarde el Acta de Independencia del Imperio Mejicano, que fue firmada además de por Iturbide, por el marqués de Salvatierra, condes de Casa Heras de Soto, de Regla, de San Juan de Rayas y de San Bartolomé de Xala, el obispo de Puebla y Ojonojú, último virrey de Nueva España.

Las tres garantías, cuya salvaguardia motivó la separación de Méjico de la Metrópoli, fueron inicialmente también perseguidas por todas las regiones que se desmembraron del Imperio español. La primera y más fácil de abandonar fue la relativa a la forma monárquica. Por apegados que estuvieran los americanos a esta forma secularmente venerada, no era el clima intelectual del siglo XIX nada propicio para facilitar el nacimiento y arraigo de nuevas dinastías. Los moldes constitucionales ingleses y el contenido liberal y democrático de la Revolución francesa eran el patrón obligatoriamente impuesto por las doctrinas imperantes. La misión de unión, de concordia y de gobierno entre los ciudadanos que se había logrado hasta este momento merced a la institución monárquica, se encomendó al sufragio universal, y como lógica derivación de éste el régimen de partidos y de luchas tomó carta de naturaleza y garantizó fielmente la desunión y la anarquía.

Iturbide, que en el Plan de Iguala había propugnado que la Corona de Méjico la ciñera Fernando VII o un príncipe español, o, en su defecto, un príncipe de una dinastía extranjera para que Méjico se encontrara “con un Monarca ya hecho y precaver los atentados funestos de la ambición”, ebrio de gloria y cegado por la adulación olvidó sus exactas previsiones políticas y en mayo de 1822 aceptó la Corona Imperial que le ofreció el Congreso arrastrado por una manifestación popular que, capitaneada por un sargento, recorrió las calles de la capital a los gritos de ¡Viva Agustín I! ¡Viva el Emperador! Pero la envidia, tan innata en los hombres, morbo constante de la humana naturaleza y que en los regímenes democráticos y electivos encuentra clima inmejorable para su desarrollo, inmediatamente hizo acto de presencia. “¿Por qué él y no yo?”, se dijeron algunos compañeros de armas del nuevo Emperador, supervalorizando cada uno sus méritos y desvalorizando los del agraciado, y tras varias conspiraciones y levantamientos, el día 19 de mayo de 1823 Agustín I se vio forzado a abdicar la Corona y marchó desterrado de su Patria. Vuelto a ella, ignorante de un Decreto acabado de dictar en que se le vedaba la vuelta a Méjico y se le declaraba fuera de la ley, es detenido al desembarcar y fusilado el 19 de julio de 1824. Años más tarde, el 19 de junio de 1867, era fusilado Maximiliano de Austria, segundo y último Emperador de Méjico, tras un efímero y turbulento reinado.

Imposible resulta hacer una síntesis que permita dar una idea de lo que ha sido la vida independiente de las Naciones americanas. Miles y miles de asesinatos, levantamientos, revoluciones y centenares de guerras civiles constituirían penosísima tarea. Salvo en los periodos de dictadura, únicos en que se ha conocido la paz y tranquilidad interior, a costa de suspender más o menos violentamente una legalidad incapaz de depararlas, siempre amenazados en su duración, además de por la muerte natural, por la trágica posibilidad de la bomba, el puñal, el veneno u otros medios violentos, la anarquía ha reinado en estas Naciones. Espanta leer un extracto de las turbulencias sufridas por Hispanoamérica desde 1810. La Religión, tan querida y arraigada en esos pueblos, pronto comenzó en los más de ellos a verse perseguida y agraviada por gobernantes sectarios hasta llegar a persecuciones tan tiránicas como la desencadenada en nuestros días por Elías Calles en Méjico, que traen a la memoria las de los tiempos de Nerón y Diocleciano. Los Estados Unidos, no contentos con haberse adueñado traidoramente en 1848 de la mitad del territorio de Méjico, y de tener a vasallada a Cuba y de ser acreedores de casi toda Hispanoamérica, fraguan constantemente nuevos planes, más o menos encubiertos, para someter a afrentosa tutela a esos veinte pueblos. Percatada la Nueva Cartago de que para dominar a sus anchas necesita extinguir en sus ansiadas presas toda espiritualidad y patriotismo y comprendiendo que el Catolicismo es el más importante foco de irradiación de ese espíritu que se interpone en su camino, no hay empresa protestante, masónica, corruptora o anárquica que no está protegida y financiada por los Estados Unidos.

Ya en 1847 escribía el notable escritor mejicano Lucas Alamán: “Todo el inmenso continente, hoy caos de confusión, de desorden y de miseria, se movía entonces [se refiere a la época española] con uniformidad, sin violencia, podría decirse que sin esfuerzo y todo marchaba en orden progresivo hacia mejoras continuas y sustanciales”.

Casi un siglo más tarde, el nicaragüense Pablo Antonio Cuadra, en su citado libro Hacia la Cruz del Sur, vuelve a suscitar este angustioso tema al referirnos las ideas que le asaltaron a la vista de Guayaquil, la segunda ciudad del Ecuador, esa Nación que tuvo la dicha de contar entre sus hijos y de verse regida algunos años por un gobernante ejemplar, excepción entre los del siglo XIX, del temple y espíritu de Cisneros y de Felipe II, que se llamó García Moreno y a quien la masonería, asesinándole, confirió el supremo galardón de morir por su Religión y por su Patria, como exclamó al tener noticia de su muerte el inmortal Pontífice Pío IX.

Dice así Pablo Antonio Cuadra: «La historia del Ecuador —que es tan sólo una ampliación de la historia de Guayaquil— puede ser un perfecto modelo de historia independiente. En el corto periodo de cien años, treinta y cinco revoluciones han azotado su vida de libertad. Una de ellas duró más de quince años. Las demás, donde no he querido tomar en cuenta las sublevaciones y motines sin trascendencia, han llenado, con su anarquía, casi todos los años restantes.

»La experiencia del Ecuador es la experiencia de América. Y en un texto de su historia, como hubiera podido leerlo en cualquier otro texto de las historias de América, he anotado este breve párrafo: “En general la vida en el Ecuador durante la colonia y el Virreinato fue pacífica y tranquila”. Yo dejo aquí, frente al bullicioso paisaje de Guayaquil, esta sola pregunta: ¿por qué?».

Y a la luz de la filosofía de la historia, fecunda en enseñanzas que debieran meditar cuantos en algún modo intervienen en la gobernación pública, la solución a ese trágico interrogante es clara y sencilla. No incurriremos en la ingenuidad de atribuirlo al hecho de haberse separado de España esas Naciones, no obstante que vivieron tranquilas en todo el tiempo que estuvieron unidas a ella, ya que los mismos males han sobre venido a la Metrópoli y con la misma verdad se puede escribir en cualquier texto de historia de España que “en general, hasta el siglo XIX, la vida en la Península fue pacífica y tranquila”, y también a la vista de tantas guerras civiles, pronunciamientos, dictaduras y cambios de régimen como en España se han sucedido desde las Cortes de Cádiz podemos lanzar sobre nuestra historia contemporánea el angustioso interrogante: ¿por qué? Un tópico falso, deprimente y derrotista, muy en boga, ha sentado como verdad inconcusa que los españoles de uno y otro lado del Atlántico somos ingobernables por naturaleza. Pero las historias de veinte Naciones de América y la de la Metrópoli nos enseñan que tan sólo a partir del siglo XIX aparecemos como ingobernables y anárquicos.

La causa del mal radica en que abandonamos el espíritu de servicio y de misión que inspiraba a nuestras instituciones, para en su lugar entronizar los antisociales principios de los filósofos y enciclopedistas franceses que triunfaron en Francia con su Revolución y en España y América con la Constitución de 1812 y en las Constituciones de las recién nacidas repúblicas. Spengler ha dicho a este respecto algo definitivo. Dice así en sus Años decisivos: Lo que llaman orden las modernas constituciones liberales no es sino la anarquía hecha costumbre” .

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¡Qué extraño tiene por consiguiente que los pueblos que han repudiado los principios filosóficos y de gobierno que les dieron la paz y el orden durante siglos, se hayan visto en perpetua conmoción desde que inspiraron sus instituciones en esos principios, que además de garantizar constitucionalmente la anarquía llevan a los pueblos irremisiblemente al comunismo, término y remate vaticinado durante el siglo XIX por Donoso Cortés, Louis Veuillot, Cánovas del Castillo y Renán; y en nuestros días por Maurras y Spengler, por no citar más que a alguno de los más destacados profetas de lo que nos viene sucediendo!

No se insistirá nunca lo bastante en repetir que la Verdad política existe; que existen principios y leyes fundamentales que rigen la vida y progreso de los pueblos. Las leyes morales tienen en el Universo la misma realidad que las leyes físicas. La diferencia estriba en que las leyes físicas, como la de gravitación, vasos comunicantes, etc., se cumplen de un modo fatal, en tanto que las leyes morales pueden desconocerse y violarse por los obligados a cumplirlas. Los pueblos pueden permitirse el capricho de desconocer las leyes que rigen las relaciones sociales y políticas y rendir acatamiento a los dictados de su voluntad, pero el desorden y la anarquía se producirán como consecuencia forzosa de esos agravios a las leyes naturales. Los individuos y las Naciones pueden voluntariamente abrazar la corrupción y gritar ¡Viva mi muerte!, pero que no se extrañen después por las consecuencias que sobrevengan. Cuando un fenómeno, bueno o malo, se produce constantemente, sin atención a circunstancias de tiempo y de persona, es forzoso admitir que una ley preside a su producción, y así el desgobierno y la anarquía perpetua nos hablan a voces de que se mantiene y respeta alguna institución contra natura, que al agraviar perpetuamente a alguna ley trae consigo la sanción inherente a la inobservancia de la misma.

Hasta fines del siglo XVIII los Gobiernos de todos los países civilizados reconocían que sobre la voluntad de los Gobernantes y legisladores había un orden jurídico natural, derivación de la Ley Eterna dada por Dios a la Creación, cuyo orden tenía como supremo definidor a la Iglesia. El bien y el mal, lo justo y lo injusto eran valores que estaban por encima de los gobernantes: Reyes, Presidentes, dictadores o Asambleas; y las disposiciones dictadas por éstos debían rendir obediencia a aquellos inmutables valores, comunes para todo el género humano. Por eso los teólogos y los jurisconsultos tenían un lugar preeminente en las Cortes y en los Consejos de los Soberanos.

La Revolución francesa persiguió a muerte a la Iglesia y estableció como órgano supremo definidor de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, a la suma de las voluntades individuales, y deificó y dio culto a la razón humana, elevándola a la categoría de diosa. El sufragio universal es consecuencia obligada del liberalismo, que no es más que la indiferencia ante la Verdad. Desconocida ésta, pues a tanto equivale igualarla en derechos con el error, por monstruoso que éste sea, desaparece el derecho de imponerla y en el puesto que otrora correspondió a la verdad, ante la cual se habían de rendir leyes y legisladores, se puso como criterio supremo de gobierno lo que expresase la voluntad de los más, o, en periodos de excepción, lo que dispusiese a su capricho el dictador del momento. El anticristiano aforismo que definía que quidquid placuit principi, legis habet vigorem, tan contrario a la dignidad humana, vino a regir universalmente. La verdad perdió su derecho a gobernar a los pueblos y en su lugar se entronizó el capricho del dictador o del populacho. Y como la verdad es una y los errores pueden ser infinitos, se persiguió a la verdad, antiguo principio de unión, y espontáneamente surgió la división, los fraccionamientos y los grupos y subgrupos cada vez más hostiles y más encarnizados. El liberalismo y la democracia son esencialmente desintegradores y después de haber desmembrado nuestro Imperio han seguido actuando, haciendo brotar los regionalismos separatistas, dividiendo a las sociedades en un número siempre creciente de partidos, que por razones vitales están en perpetua pugna, dividiendo a los ciudadanos en bandos rivales siempre hostiles y culminando en la llamada lucha de clases que ha llenado de cadáveres las calles de nuestras ciudades y de nuestros pueblos en ritmo creciente de inseguridad y de anarquía. Pero la desintegración no ha limitado su radio de acción a las sociedades políticas por ínfimas que éstas fueran, sino que penetrando en la sociedad familiar ha venido a introducir la división y la discordia en el seno de la familia, célula de toda organización social, colocando a las Naciones al borde de un abismo de barbarie y destrucción desconocidos en la historia del género humano. Por fortuna, el genio de Mussolini se interpuso en la ruta que el mundo seguía, arrancando de Italia las instituciones corruptoras, señalando el camino de salvación a los pueblos amenazados por los mismos males que corroían a la Italia de 1922.

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Francia fue el primer país que llevó a la práctica los principios políticos que se derivaban del escepticismo e incredulidad que en el siglo XVIII se apoderó del espíritu de las clases directoras francesas, y fue Napoleón el que con sus tropas victoriosas propagó por el mundo tan dañina ideología. Tiene razón quien, refiriéndose a las Naciones americanas, escribió: “Vous n'êtes pas les fils de l'Espagne, vous êtes les fils de la Révolution française” (Ustedes no son los hijos de España, son los hijos de la Revolución Francesa), aunque debió de completarla diciendo que la España contemporánea, la que va desde 1812 al 17 de julio de 1936, también era hija de la Revolución francesa. Nada tenía que ver, ninguna afinidad ideológica guardaba la España liberal y democrática, llamárase Monarquía constitucional o República de trabajadores, con la España eterna, la que luchó por la Cruz contra la Media Luna en contienda siete veces secular, la que evangelizó a América, la que fue lumbrera de Trento, martillo de herejes, espada de Roma, cuna de San Ignacio… ¿Qué español bien nacido no recuerda con tristeza y repugnancia aquellas masas ebrias, repulsivas y destructoras, a las que en abril de 1931 se entregó la Soberanía y el Poder, desfilando por las calles de nuestras ciudades y de nuestras aldeas vociferando La Marsellesa, reconocido como himno nacional subsidiario durante los primeros tiempos que siguieron a la instauración de la II República española?

No faltaron en los albores mismos de la independencia americana voces que presagiaran los peligros e intentos frustrados para encauzar y limar las garras a la revolución triunfante. Entre estos mentores destacan las figuras de Simón Bolívar y de Agustín de Iturbide. En ningún documento público se ha reconocido más oportunamente los males del principio electivo como en ese Plan de Iguala, en que se postulaba para regir el Imperio Mejicano un príncipe de la sangre, “cortando de esa manera el paso a los atentados funestos de la ambición”. No otro es el argumento esencial en favor de la Monarquía hereditaria que Lope de Vega pone en labios de un personaje de una de sus comedias: “hízose herencia después / para evitar disensiones / en las nuevas elecciones”

La elección, el principio electivo, es malo y corruptor per se, aunque los electores sean príncipes y arzobispos, como acontecía con el Sacro Romano Imperio, en el que frecuentemente el nuevo Emperador tenía que pagar ayudas y votos precisos para su triunfo electoral, entregando a potencias extranjeras jirones de territorio con daño de la dignidad e integridad del Estado. Un emperador electivo es un aspirante a concluir la vida y reinado por muerte violenta. La historia de los emperadores romanos elegidos por las legiones constituye una ininterrumpida teoría de asesinatos y conspiraciones y otro tanto supone la de nuestra Monarquía electiva visigótica. Iturbide reconoció estos seguros peligros, pero desafiando sus mismas predicciones aceptó la Corona y al poco tiempo los “atentados funestos de la ambición”, tras haberle obligado a abdicar, le arrebataron violentamente la vida sin respeto siquiera a su carácter de padre y libertador del nuevo Estado.

Bolívar, por su parte, también intentó precaver los males que habían de acompañar a la instauración del sufragio universal, tratando al efecto de frenar sus ímpetus y limitar sus poderes. En 1816, fecha en que se reúne el primer Congreso de Angostura, resulta ilusorio impedir se implantase el Gobierno del pueblo por el pueblo en un país que nacía a la vida pública. El sufragio universal que propugnó la Revolución francesa iniciaba su triunfal marcha, desvirtuando a las Monarquías primero, para concluir por derribarlas, una vez que, por haberlas vaciado de su contenido y de su razón de ser, perdieron el arraigo que tenían en los pueblos.

En el citado Congreso de Angostura, Bolívar intentó limitar los poderes del sufragio universal, creando una Alta Cámara con iguales poderes y facultades que la Cámara popular, pero cuyos puestos serían vitalicios y las vacantes se cubrirían por herencia. Serían senadores los más destacados jefes y caudillos de la Independencia, y a su muerte les sucederían sus hijos, quienes desde niños serían educados a expensas y con vigilancia del Estado para prepararlos al mejor servicio de las funciones que habían de asumir. Frente a la incoherencia y analfabetismo de los elegidos por el sufragio universal, Bolívar quería oponer una Cámara de personas enraizadas con sus glorias, dedicadas de por vida al estudio de la historia, la política y las necesidades del país. Carente de una aristocracia reconocida por los siglos a quien instalar en la Cámara Alta, Bolívar puso sus ojos en los caudillos y generales de la Independencia, reconociendo al heroísmo y al valor militar como constante y principalísima fuente de toda nobleza. En unos Estados, que como acontecía a los americanos, habían de construirse de nueva planta, nadie tenía mejor derecho a orientar su futuro , ni más autorizada voz, que los jefes de los Ejércitos, genuinos representantes de los mejores hijos del país que a precio de sangre y de vida rescataron sus Patrias para determinados ideales. Ni ninguna representación más auténtica del pueblo combatiente, del que sobrevivió y del que sucumbió en la lid, que la constituida por los caudillos y generales que les llevaron por sendas de sacrificio y honor a las cimas del triunfo.

El proyecto de Bolívar fue rechazado en las primeras sesiones del Congreso de Angostura. La democracia electiva y soberana no podía soportar a su lado un poder hereditario basado en la historia, la virtud y la competencia. La aterradora elocuencia de los hechos ha dado la razón a Iturbide y Bolívar. En sus últimos años, perseguido y desengañado, el Libertador de América había de exclamar: “Los que hemos trabajado por la Revolución hemos arado en el mar”.

La coyuntura de la América española al inaugurar su vida independiente era sumamente difícil. Por un lado esas nuevas Naciones carecían de dinastías propias, de esas familias que la Historia ha diferenciado y predestinado para empuñar los cetros, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, sin que humille ni irrite el acatarlas y venerarlas por ser la encarnación de los siglos y de la Historia. Podían los nuevos Estados haber recurrido a las Casas Reales de Europa para que les suministraran los egregios vástagos fundadores de las respectivas dinastías nacionales. Que esto no era un imposible nos lo demuestra Bélgica, creando en el siglo XIX su dinastía con príncipes alemanes, y Grecia con príncipes ingleses; pero también es facilísimo de comprender que, en las primeras décadas de ese siglo, que a sí mismo se tituló de “las luces”, y que a la vista de su hoja de servicios Daudet calificó de “estúpido” y Maeztu de “traidor”, la marea ascendente de la democracia entregase el poder al sufragio universal y adoptasen la forma republicana como única verdaderamente en consonancia con esos principios.

En los países nuevos, como en los Estados milenarios, la democracia, venciendo las resistencias que le oponían las creencias religiosas, el sentido del honor aún persistente en los cuerpos de oficiales y los simulacros de Trono, que vergonzosamente ocultaban su entrega al enemigo disfrazando su republicanismo con el nombre de “Monarquías constitucionales”, terminó por llevar a todos los pueblos de la tierra al trance de liquidación del que hoy algunos se afanan por salir. Donoso Cortés en 1850 había solemnemente afirmado en el Parlamento español que el régimen electivo era de suyo tan corruptor que todas las sociedades en que ha prevalecido han muerto gangrenadas. Y Paul Bourget, refiriéndose a Francia, decía a principios de este siglo que el desorden y desgobierno en los negocios públicos era función del régimen electivo. América y la casi totalidad de los Estados del mundo adoptaron este régimen y por tanto no debe extrañarnos que un régimen intrínsecamente corruptor lo haya corrompido todo. Así las premisas del liberalismo y la democracia, estrenadas en 1789, produjeron sus lógicas consecuencias y hemos visto en nuestros días la Revolución rusa de 1917, Moscú y la España roja. "El bolchevismo tiene su casa en la Europa occidental”, ha escrito Spengler. En otro lugar ha añadido: “la democracia del siglo XIX ya es bolchevismo, sólo que no poseía aún el valor de sus últimas consecuencias”.

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Para salir del mal en que se asfixian los pueblos de Hispanoamérica deben acometer de un modo radical y sin titubeos la resolución de dos problemas fundamentales: uno de fondo y otro de forma. El de fondo consiste en la necesidad de que retornen los pueblos a saturar su vida de Fe, de Religión y de moralidad. En el inagotable tesoro del Catolicismo se encuentra solución para todos los problemas jurídicos, sociales y políticos que puedan plantearse. Sin religión podrá haber por algún tiempo Estados fuertes, dictatoriales, autoritarios, tiránicos, pero la santa libertad para el bien, preciosa facultad inherente a la dignidad humana, será desconocida y dependerá del caprichoso arbitrio del gobernante del momento. Sin religión en el pueblo y en el gobernante tan sólo caben dos soluciones: anarquía o tiranía. Donoso Cortés, en su mejor discurso, dijo: “Cuando la represión religiosa no exista, no habrá bastante con ningún género de Gobierno; todos los despotismos serán pocos” .

Antes de decir algo sobre la cuestión de las formas políticas, vaya por anticipado nuestra arraigada convicción de la primacía de lo religioso sobre lo político. La política es un medio para dar paz, tranquilidad y progreso a los hombres para que éstos puedan cumplir sus fines, pero la salvación de las almas, objeto perseguido por la Religión, constituye el fin más alto, el fin de todos los demás por grandes que éstos sean. Sin embargo, en circunstancias como las que hoy vive Hispanoamérica, la cuestión política se presenta con caracteres de agudeza y urgencia que demandan atención preferente, no decimos exclusiva, sobre todas las demás cuestiones. No siempre lo más principal es lo que va delante. Conocido es el ejemplo del arado y el buey en que lo esencial para el campo es la reja y, sin embargo, la bestia la precede. Finis est prior in intentione sed est posterior in executione (El fin es el primero en la intención, pero el último en la ejecución), dijo Santo Tomás. La experiencia, supremo argumento en las ciencias empíricas, nos enseña con hechos cómo existen instituciones que corrompen a los hombres y a los pueblos e instituciones saludables y benéficas. A un pueblo católico, como lo eran el español y el americano al comenzar el siglo XIX, unas instituciones electivas, escépticas y corruptoras, que por aquel entonces implantaron unas clases directoras descreídas o estúpidas, terminaron por descatolizarlo y corromperlo.

Inspirados en un cómodo pesimismo histórico es muy corriente oír decir que los pueblos tienen los Gobiernos que se merecen y que antes de suspirar por buenos Gobiernos lo que deben hacer los pueblos es merecerlos, argumentación ésta que sirve a mucha gente honesta y competente para alejarse de toda intervención en la marcha de los negocios públicos y dedicarse egoístamente a sus intereses particulares en espera de que la sociedad se regenere de un modo espontáneo. La historia, sin embargo, se pronuncia con la suprema elocuencia de los hechos. De un pueblo dividido, empobrecido y anárquico la mano de Isabel la Católica, felizmente asistida por Fernando, hizo un próspero reino unido y en orden. De una Iglesia corroída por abusos y vicios, campo fácil para herejías y cismas, la voluntad de Cisneros forjó la Iglesia de España, brazo y escudo de Roma frente a la Reforma protestante. A la inversa: el capricho lujurioso de Enrique VIII y la conveniencia egoísta de la Reina Virgen, hija adulterina de aquél, llevaron al pueblo inglés a la herejía; y la codicia de los príncipes alemanes, alimentada con los bienes arrebatados a los conventos, dio sus mejores paladines a la reform a luterana.

Pío X lo dijo con ocasión del centenario de la conversión de Clodoveo, el rey de los francos que al igual que Recaredo, y siguiendo la ruta de Constantino, con su ejemplo y voluntad perseverante, introdujo a su pueblo entero en el seno de la Iglesia: “Los pueblos son lo que quieren sus gobernantes”, palabras que traen a la memoria las que Pedro Mártir de Anglería escribió en tiempos de la Reina Católica: “Jugaba el Rey; los nobles eran tahúres. Ahora estudia la Reina; todos nos hemos vuelto estudiantes”.

Deben los pueblos americanos que quieran clausurar la era de la intranquilidad y del desorden que tantos males les ha deparado, comenzar por arrancar de raíz las instituciones electivas y liberales sustituyéndolas por otras aristocráticas que se aproximen cuanto las circunstancias lo permitan al Gobierno hereditario. Es preciso que lo verdadero y lo bueno se dejen de buscar y de definir por medio de sumas de voluntades y en cambio se dediquen a esta elevadísima misión, de un modo constante, juristas y teólogos. Implántense instituciones que dejen de contar voluntades y opiniones y que en su lugar examinen argumentos y pesen razones. La ciencia, la virtud, lo bueno, es un producto selecto y minoritario cuya producción debe fomentarse y cuyos dictámenes imponerse.

En la orfandad de dinastías en que se encuentran las Naciones de América pueden comenzar por organizarse en Estados aristocráticos del tipo que proponía Bolívar para su Alta Cámara, en espera de que por el camino de la dictadura puedan llegar al Rey. “Necesitamos dictadores —escribe Cuadra— hasta que nazca un hijo dictador. La idea rectificadora de Bolívar de un Presidente con derecho a nombrar sucesor respondía a ese mismo deseo”. Entre tanto, para que estos buenos deseos lleguen a tener realidad urge suprimir las instituciones liberales y democráticas y entronizar una minoría inteligente, virtuosa y abnegada que, consagrada de un modo continuo al estudio de la Ciencia y Arte del gobierno, tan ignoradas en nuestros tiempos, y con la mente puesta en el bien y progreso del pueblo, fin y objeto de los actos de los gobernantes, imponga por la persuasión y por la fuerza la Verdad y el Bien. El estudio de las instituciones de la aristocrática república de Venecia, las de la Suiza anterior a 1789, las de Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, las de la Iglesia Católica, única sociedad que por estar regida por célibes no puede acogerse a la ley de la herencia, y las de la Italia fascista, pueden suministrar muy beneficiosas enseñanzas en orden a transformar su estructura política y cortar la anarquía que, como el agua del manantial, fluye espontáneamente de las instituciones que nacidas bajo el signo de la Revolución francesa se implantaron en todos los Estados hispanoamericanos.

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Con palabras de fe y de esperanza quise encabezar estas Reflexiones que me sugiere la nueva edición del libro en que se narran los últimos momentos del Imperio español. Tras larguísimo periodo, en que universalmente se han vertido viles calumnias contra España y sus más grandes figuras de los siglos XVI y XVII, ha sonado por fin en el reloj de la Historia la hora de la rehabilitación y de la Justicia. La Europa culta y los sabios de todos los países vuelven sus ojos a la España imperial para, tras concienzudos análisis y riguroso estudio de libros y documentos, reconocer la grandeza de la causa por la que nuestra Patria combatió y se desangró en horas decisivas para el mundo. Separado de mis libros y apuntes, que quizás hayan servido de alimento a las llamas en el Madrid rojo, y lejos de bibliotecas y archivos, no intentaré mencionar la larga serie de autores y obras que en gran número pudiera aducir en confirmación de cuantas afirmaciones anteceden.

No quiero, sin embargo, silenciar la aparición recientísima de la traducción alemana de la obra del inglés R. Travor Davies titulada Spaniens goldene Zeit 1501-1626, aún no vertida al español, comentando la cual leíamos en el Frankfurter Zeitung del 4 del pasado diciembre que “se está operando, respecto al pasado español, un cambio en las opiniones que se manifiesta en los juicios completamente rectificados emitidos sobre personajes como Carlos V y Felipe II y cuyo cambio, aunque con lentitud, se está afianzando, sin que nada pueda oponerse a esta nueva corriente”.

Hoy, casi son legión los extranjeros, principalmente ingleses y alemanes, que consagrados al estudio de nuestra Historia e impulsados tan sólo por razones de probidad científica, han deshecho y desenmascarado la leyenda negra que nos infamaba ante el mundo y puesto al descubierto la rutilante gloria de nuestro asombroso pasado. Incluso en la América española, donde la calumnia se había sembrado a manos llenas hasta por los embajadores culturales enviados por España, la Verdad se ha abierto paso y velozmente conquista prosélitos. Son muchos los americanos que públicamente se felicitan de que fueran españolas y no inglesas las banderas enarboladas por los conquistadores. Muchos textos podríamos aducir en confirmación de este extremo, pero preferimos exponer uno solo, que acabamos de leer en reciente artículo de Eduardo Marquina, consistente en unos párrafos del libro que con el título de Breve historia de Méjico ha publicado en 1937 el político revolucionario mejicano y ex-Ministro con Obregón, José Vasconcelos. Dicen así: “… Por fortuna fueron españoles los que primero llegaron a nuestro suelo y gracias a ello es rica la Historia de nuestra región , como no lo es la de la zona ocupada por los puritanos… Ingresamos en las filas de la civilización bajo el estandarte de Castilla, que a su modo heredaba el romano; y lo superaba por su cristiandad… ¿Existe acaso en lo indígena precortesiano, alguna unidad de doctrina o siquiera de sentimiento capaz de construir un alma nacional…? Si en Méjico prescindimos de lo español, nos quedaremos como los negros …

“En vano España… intentó contener la obra comenzada por los bucaneros de la época de Isabel de Inglaterra… El comercio del Nuevo Mundo comenzó a ser inglés… Los Estados Unidos no se dedicaron a matar ingleses; se dedicaron a imitar a los ingleses: a sentirse ingleses en la ambición… Pero una vez consumada la cristianización de los tres siglos de la Colonia ya no debemos conformarnos con ser materia de conquistas nuevas… lo vemos en el caso de Tejas. De nada ha servido a los mejicanos de esa región cambiar de amo. Están hoy peor porque están deshechos en el alma y proletarizados en lo social… El paso inmediato de la emancipación económica tendrá que ser la emancipación intelectual y el retorno a lo hispánico”.

Rubén Darío, el cantor insigne de la Hispanidad y profeta de nuestra grandeza venidera, en su magistral Oda a Roosevelt, después de describir la grandeza de los Estados Unidos, “el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”, en soberbia imprecación, que comienza con la entrañable exclamación… “mas la América nuestra…”, lanza con aire de reto:

la América católica, la América española,
la América en que dijo el noble Cuatemoc:
“Yo no estoy en un lecho de rosas”: esa América
que tiembla de huracanes y que vive de Amor,
hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive.
Y sueña. Y ama y vibra; y es la hija del Sol.
Tened cuidado. ¡Vive la América española!
Hay mil cachorros sueltos del León Español.
Se necesitaría, Roosevelt, ser Dios mismo,
el Riflero terrible y el fuerte Cazador,
para poder tenernos en vuestras férreas garras .
Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!

La Providencia parece haber reservado al mundo hispánico una sobrenatural misión a realizar. España y América aún pueden volver a ser protagonistas de la Historia Universal. La guerra civil, que para las tropas nacionales que Franco conduce a la victoria es una auténtica guerra santa, está purificando con lágrimas y sangre a nuestro pueblo antes de reintegrarle a la senda de sus pretéritas grandezas de las que un día voluntariamente se apartó para su desgracia. Quizá esté reservado en los arcanos del Señor al mundo hispánico, devolver la espiritualidad a la tierra, evangelizando las nuevas formas de Estados que tan oportunamente han implantado algunas Naciones cuando se encontraban en trance de muerte. España en el siglo XVI realizó el más perfecto tipo de Estado totalitario que ha conocido la Historia. Unanimidad de fe, de anhelos, de ideales y compenetración perfecta entre gobernantes y gobernados.

¿Cuáles serán, llegado ese momento de la común empresa a realizar o de convertir en hechos esa unidad de destino de que nos hablaba José Antonio Primo de Rivera, las relaciones entre España y los pueblos hispánicos? Ramiro de Maeztu, defensor y mártir de la Hispanidad, con indiscutible autoridad ha dicho: “A mi no me gusta la palabra Imperio, que se ha echado en estos años. No tengo el menor interés en que los empleados de Madrid vuelvan a recaudar tributos en América”, y Acción Española, en abril de 1935, en artículo editorial debido a la pluma de Maeztu, hablando en nombre de todos sus redactores, decía: “ El verdadero hispanoamericanismo, el que vemos surgir ahora, tenía que fundarse en la realidad positiva de nuestra tradición común: en la Hispanidad, de que somos igualmente hijos los americanos y nosotros; en un orgullo común de nuestra lengua, en un mismo concepto de la justicia, en un mismo sentido de igualdad potencial humana, en la misma tendencia a subrayar la catolicidad de nuestra religión, en la comunidad de nuestros destinos mientras concebimos el dominio de América como una misión religiosa, hasta que surgió la maldecida idea de transformar la Monarquía católica en poder económico y territorial.”

"Nosotros no creemos que los pueblos se gobiernen mejor desde lejos que desde cerca, sino que creemos, por el contrario, que en igualdad de otras condiciones se gobiernan mejor desde cerca que no a distancia. En general, creemos que cada pueblo tiene la responsabilidad histórica de cultivar, civilizar, adornar y mejorar el pedazo de tierra en que ha nacido, y los hombres que lo habitan.

“Nosotros no soñamos con ninguna clase de imperialismos materiales. No tenemos deseo de que este Estado-botín que padecemos extienda sus actividades a otros pueblos. Y no es tan solo que nos demos cuenta de nuestra actual impotencia y de que nadie en este mundo puede hacer lo que quiere si la voluntad de los demás se opone a la suya. Es que sabemos que todos los países modernos son víctimas de un estatismo que divide a los pueblos en contribuyentes y funcionarios. Es que tenemos un sentido del Estado enteramente opuesto al del Estado-botín. Nuestro ideal es el del Estado-servicio. Sabemos que mientras padezcamos bajo el régimen del Estado-botín tampoco podremos estar bien gobernados, y que tan pronto como hayamos establecido en nuestros pueblos hispánicos el Estado-servicio nada será más fácil que dotar a nuestra Hispanidad o comunidad espiritual de un órgano jurídico, si así lo juzgamos conveniente”.

Este órgano jurídico encargado de aunar y perseguir los ideales comunes de esos pueblos que Rubén veía unidos en espíritu y ansias y lengua podrá ser ese soñado Imperio (tan ajeno del imperialismo explotador en beneficio de ese Estado-botín que Maeztu execraba), a que con tanta insistencia se refieren muchos hermanos nuestros del otro lado de los mares y que les lleva a terminar sus cartas y escritos con el arrogante y esperanzador grito con que, adoptándolo, termino estas reflexiones: ¡Arriba el Imperio!


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