lunes, 3 de junio de 2019

¿Hasta donde somos responsables? (Gustave Thibon)



   El otro día, al intentar arreglar el desorden crónico de mi biblioteca, descubrí una serie de viejos libros llenos de polvo, de cuya existencia incluso me había olvidado: era un tratado de teología moral, de moda en los seminarios hace más de cien años y que había pertenecido a un tío abuelo mío, cura de una parroquia vecina.

   Hojeé al azar uno de los tomos de esta obra, redactada en un latín eclesiástico que se descifra sin esfuerzo, y caí sobre el capítulo consagrado al análisis del pecado llamado acidia, término difícil de traducir y que corresponde más o menos a tristeza arraigada, melancolía, disgusto por la vida, spleen en inglés.



   Este estado de la alma se calificaba de pecado por la razón de que el hastío de un bien tan precioso como la existencia constituía un acto de ingratitud y por tanto una ofensa a Dios, que nos ha creado y nos ha puesto en el mundo.

   Lo que me chocó en esta lectura fue volver a encontrar en la descripción de los efectos de la acidia la mayoría de los síntomas del padecimiento que hoy se llama depresión nerviosa. Curioso cambio de óptica: a ese hastío de la vida, que se condenaba como pecado, se le trata como enfermedad; lo cual revela que la moral cae bajo la medicina; lo que se acusaba ante el sacerdote, hoy se confía al psiquiatra...

   Se observa la misma evolución -o más bien, la misma revolución- en terrenos muy diferentes; por ejemplo, en el que concierne a la educación de los niños y a la justicia penal.

   Miles de problemas que antes se resolvían por un azote bien dado o por un castigo sin postre hoy necesitan de la intervención de técnicos especializados en psicología, dietética y psicología infantil. Tratar a un niño como a un ser relativamente libre y corregirle desde esa perspectiva es comportarse como un bruto incomprensivo y encaminar a ese pequeño desgraciado hacia los peores retrocesos. Estamos lejos de la época en que el buen Enrique IV escribía al preceptor de su hijo, el futuro Luis XIII: "Si ahorráis el látigo, odiáis a mi hijo".

   En cuanto a los delincuentes, lejos de considerarlos culpables, se les ve, cada más, como víctimas. Víctimas de la herencia, de la mala educación, sobre todo de la sociedad, considerada como la principal, cuando no como la única, responsable de los delitos cometidos en su seno, lo cual, por otra parte, no molesta a nadie, pues ninguno de los miembros de la sociedad se siente particularmente afectado por esta condena.

   Cosa rara: en una época en la que tanto se ha proclamado y exaltado las ideas de libertad y de responsabilidad, se ve disolverse la noción de culpabilidad, noción que, sin embargo, deriva en línea recta de las dos primeras, pues declarar culpable a un hombre es considerarle libre y responsable del mal que ha hecho. En esta perspectiva, todas las faltas y todos los delitos se explican por el mal estado del cuerpo, los tenebrosos remolinos del subconsciente, la opresión y la corrupción que emanan del entorno social: ya no hay culpables, sino inadaptados, rechazados, acomplejados, etc.

   No discuto el relativo fundamento de esta reacción. El pensamiento moderno no ha hecho aquí más que desplegar y precisar el dominio de lo que los antiguos filósofos llamaban la causalidad material, es decir, la dosis de condicionamiento y de determinismo implicados en nuestros actos conscientes y libres. Pues ningún hombre es absolutamente libre y totalmente responsable: todos dependemos, en mayor o menor grado, de nuestro temperamento y de nuestro carácter y de las influencias que ejerce en nosotros la sociedad. Y no añoro incondicionalmente las época en que el deprimido era considerado como un enfermo imaginario, el delincuente como un monstruo de perversidad consiente, y el niño difícil como merecedor del látigo.

   De lo que estoy seguro es de que vamos hacia el exceso contrario. Antes se inflaba demasiado la noción de culpabilidad, hoy se la reduce demasiado. Y el peligro de empequeñecimiento y de corrupción del hombre no es, ciertamente, menor. A fuerza de declarar que los hombres son irresponsables, se acaba por convertirles en irresponsables. Sé que hay enfermedades psíquicas, o delincuentes que son víctimas de una fatalidad contra la cual no pueden hacer nada. Pero a la inversa, ¡cuántos deprimidos exageran sus males reales y se instalan en la enfermedad para escapar a los deberes y a las preocupaciones de una vida normal y para dejarse mimar por su entorno! Y cuántos delincuentes extraen de la "comprensión" y de la indulgencia de los jueces nuevas fuerzas para perseverar en el mal: la estadística de las reincidencias después de la remisión de las faltas es muy esclarecedora en este sentido...

   Un clima más riguroso favorece más la curación de los enfermos y el castigo de los culpables. Un solo ejemplo: he conocido un cierto número de deprimidos que llevaban años estropeando su propia vida y envenenando la de sus prójimos, a causa de fantasmas surgidos de su imaginación, y cuyo estado mejoró extrañamente durante la ocupación alemana. Las inquietudes debidas a la guerra y a las dificultades de avituallamiento habían creado a su alrededor una red de preocupaciones reales que dejaban poco sitio al minucioso mantenimiento de su depresión: ¡ésta se había convertido en un lujo que ya no podían mantener! De la misma manera, la severidad de la ley penal contribuye a mantener al futuro delincuente en el camino. Sin hablar de esos niños incorregibles durante el tiempo en que son mimados por sus padres y a los que una severa disciplina -por ejemplo, la de ciertos colegios- les basta para rectificar su conducta.

   Todo esto hace añorar las viejas filosofías -la de Platón, Aristóteles o Descartes- que ante todo ponían el acento en las cimas luminosas del ser humano: la conciencia, que nos hace distinguir el bien del mal, y la voluntad, que nos hace escoger entre uno y otro. Aun exagerando la parte de la libertad, por lo menos tenían la ventaja de estimularla al máximo. En efecto, el hombre es tanto más libre cuanto más responsable se sienta y como tal es tratado por sus semejantes. El sentimiento de responsabilidad despierta en él energías latentes que le ayudan a dominar el mal bajo todas sus formas. Porque, salvo en el caso de un total agotamiento físico o de una irremediable abyección moral, el alma siempre puede algo más que el cuerpo, la conciencia prevalece sobre el inconsciente, y el individuo sobre las influencias que recibe de su medio social.

   Antes se le exigía demasiado al hombre; hoy no se le pide bastante. Ambas actitudes llevan consigo errores y abusos en sus aplicaciones concretas. Pero, en resumen, creo que es la primera la que supone más promesas y menos riesgos. Y el testimonio de la historia nos enseña que son las morales más exigentes -las que apelan a nuestras más nobles facultades y las que nos toman como artesanos libres y responsables de nuestro destino- las que siempre han contribuido más eficazmente a elevar el nivel general de la humanidad.

                                                                          Gustave Thibon
                                                                 (El Equilibrio y la Armonía)


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