jueves, 24 de marzo de 2022

Padre Nitoglia: LA CUESTIÓN UCRANIANA

 Nota: obtuvimos el texto de la página Non Possumus (Aquí). Pero lo publicamos aquí, porque estaba mezclado con otra noticia, y distraía la atención sobre lo que se hablaba. 

Padre Nitoglia: LA CUESTIÓN UCRANIANA - 1
 
    Publicado el 5 de marzo de 2022
 
(Extracto)
 
Prólogo
 
Muchos expertos en geopolítica han escrito o realizado varios vídeos/conferencias interesantes, en los que han explicado -mucho mejor que yo- las razones por las que no toda la culpa de la actual guerra ruso/ucraniana recaería sobre Putin.
 
En este artículo trato de resumir brevemente las razones que llevaron a Rusia a impedir que la OTAN (impulsada por EE.UU.) entrara en Ucrania y luego atacara a la propia Rusia.
 
En primer lugar, daré los principios de la recta filosofía y la sana teología sobre la cuestión de la guerra justa, para permitir que el lector se forme una opinión sobre si esta guerra es justa o no.
 
*
 
I Parte
 
La teoría
 
 *
 
 ¿Es la GUERRA de Putin una guerra JUSTA?
 
1°) la primera condición para que una guerra se llame justa es que sea de un Estado contra otro Estado; 2°) también es necesario que se hayan agotado todas las vías para llegar a una solución pacífica del conflicto y 3°) que exista una causa justa, es decir una culpa proporcionalmente grave y responsable a corregir; 4º) finalmente, que haya una obstinada voluntad de no querer reparar el mal hecho por parte del Estado agresor, lo que hace indispensable una reacción tan grave como la guerra por parte del Estado agredido.
 
    Agustín de Hipona sentó las primeras bases para la solución del problema de la guerra justa. El santo enseñó que el final de cualquier guerra es la paz. Además, esbozó la teoría de las tres condiciones para que se produzca una guerra justa: 1ª) debe ser declarada por la autoridad competente. 2ª) Quien es atacado debe haber incurrido en una culpa a ser castigada. 3ª) La guerra debe hacerse no por odio, sino para evitar un mal mayor y obtener un bien.
 
    S. Tomás perfeccionó estas bases agustinianas en la Suma teológica (II-II, q. 29). El Angélico explica: “Se requiere justa causa, de modo que quienes son agredidos lo merezcan por cierta falta grave. […]. Si una nación ha sido negligente en castigar el mal hecho por uno de sus miembros, o en devolver lo injustamente robado por uno de sus ciudadanos, es una falta contra la justicia que puede ser castigada por la nación ofendida”.
 
Por tanto, una guerra de expansión o de conquista es una agresión injusta, mientras que una guerra de autodefensa es justa. En resumen, lo que hace justa la guerra es la legítima defensa (como en el individuo): vim vi repellere lice. [Es lícito repeler la violencia con la violencia. Nota de NP]
 
Puede darse el caso de una guerra aparentemente ofensiva, pero realmente defensiva, como cuando, por ejemplo, una guerra "ofensiva" está motivada por una falta contra la ley cometida por el Estado atacante.
 
“En efecto, un Estado que permitiera que se cometieran impunemente todas las injusticias posibles, iría inevitablemente hacia la decadencia y la desintegración, y esto sería un mal mayor que todos los males que le acarrearía una guerra”.
 
Sin embargo, si el Estado agresor quisiera rebasar, en la represión, los límites de la culpa cometida e infligir un castigo desproporcionado , la guerra que inicialmente era justa se convertiría en injusta.
 
Por tanto, “en la lucha hay reglas de justicia y de moralidad natural que no se pueden soslayar. Por lo tanto, no podrás golpear a un enemigo desarmado que se rinda; más aún si está herido”. Así que no todo es necesariamente justo en una guerra justa.
 
 
La " justa vindicatio "
 
El P. Antonio Royo Marín escribió: “La vindicación tiene por objeto castigar al malhechor por el pecado que ha cometido. A esta virtud se oponen dos vicios: uno por exceso, la crueldad , y otro por defecto, la excesiva indulgencia , que puede motivar al culpable a continuar con sus malas acciones”.
 
Cita la Suma Teológica de Santo Tomás, que explica que el instinto de vengar un mal, como movimiento de repulsión hacia él, es bueno; por tanto, es justa la vindicta que quiere reparar el orden violado por el ofensor haciendo el mal, y enmendar al culpable. Debe precisarse que el elemento primario del castigo es vindicativo (restaurar el orden y castigar el mal); mientras que la secundaria es medicinal (ayudar al culpable a redimirse). En cambio, hoy el castigo es visto sólo como una medicina y se ignora su lado aflictivo, correctivo, restaurador o "vindicativo".
 
Así la venganza es el acto de redención o liberación; y el vindicador o vengador es el que redime o libera al oprimido y castiga al injusto agresor , para poder luego también enmendarlo.
 
Conclusiones sobre la guerra.
 
Hablando de guerra, hay que evitar dos extremos: el error por exceso y el error por defecto.
 
a) Error por exceso
 
El darwinismo político aplica el principio de supervivencia del más fuerte a los pueblos. Los pueblos nacieron para luchar entre sí y hacer prevalecer al más fuerte sobre el más débil.
Además, la filosofía política, con Maquiavelo y Nietzsche y los adoradores de la razón de Estado, los partidarios de la teoría del superhombre y del super/Estado o super/raza ensalzan la fuerza como único fundamento de las relaciones entre Estados.
 
b) Error por defecto
 
La guerra siempre es ilícita. El humanitarismo, el filantropismo, la globalización, el mundialismo, no quieren que existan divisiones nacionales para dar a los pueblos la "paz" perpetua soñada también por Kant. Los pacifistas siguen a estos "idealistas" y filántropos, y a los "Cristianos por la paz", quienes, apoyándose erróneamente en algunos pasajes del Evangelio mal interpretados, concluyen que la guerra es siempre inmoral.
 
c) Coctrina Católica
 
En medio y cumbre entre estos dos errores la doctrina católica se eleva entre dos barrancos.
 
Siempre ha considerado la guerra como un flagelo y por ello ha tratado de hacerla lo menos inhumana posible. En la base de la concepción católica de la guerra está el Dogma del Pecado Original que empuja al hombre a la violencia, a los instintos brutales, al orgullo y a la voluntad de poder.
 
La paz es, por tanto, un bien que hay que mantener si es posible. Pero no es un bien que deba ser conservado a toda costa con el sacrificio del derecho y la justicia que más bien hay que defender. El uso de la fuerza y ​​la guerra tienen por objeto la paz, el orden de la sociedad civil, y pueden ser utilizados contra los perturbadores. La doctrina católica es pacífica pero no pacifista, es humana pero no humanitaria.
 
Esta aprobación de principios del uso de la fuerza no es contraria a las enseñanzas del Evangelio. En efecto, "el Evangelio es un código de vida dictado para la santificación de la persona, a quien se dirige el consejo de la no resistencia al mal [...] Los mismos preceptos y consejos no pueden trasladarse a la vida colectiva, sin la consiguiente impunidad de los malvados y desintegración social".
 
Una objeción : guerra total o nuclear
 
La guerra moderna, total o mundial, que implicaría a toda la nación en hostilidades, incluidos los inocentes, las mujeres, los ancianos y los niños, ¿hace nula la distinción entre guerra justa o defensiva e injusta u ofensiva?
 
Acreditados teólogos católicos replican que la guerra defensiva es siempre un acto lícito y justo, ya que la ley permite al Estado injustamente atacado ejercer la facultad natural de legítima defensa, rechazando la fuerza por la fuerza ( vim vi repellere licet ).
 
Escribe el padre Angelo Brucculeri: «No todos consentirán ciertamente en esa otra actitud de pensamiento, que afirma que en el presente la guerra es siempre ilícita. El 19 de octubre de 1931, algunos teólogos llegaron a la siguiente conclusión: “La guerra moderna no podía ser un procedimiento legítimo. Ya que ella, por su técnica, genera tantas ruinas materiales, espirituales, individuales, familiares, sociales, religiosas, y se convierte en una calamidad mundial tal, que deja de ser un medio proporcionado al fin, esto es: el establecimiento de una sociedad más orden humano y paz”. Según estos teólogos, la guerra moderna parece siempre ilícita. ¿Qué hay que responder? [...] Si con estas proposiciones se quiere decir que el estallido de una guerra nunca puede ser lícito en nuestros días, no podemos aceptar una tesis así de absoluta. En la civilización actual todavía es concebible que un Estado esté obligado a una guerra justa, incluso si es una guerra de exterminio. Por lo tanto, no se puede argumentar absolutamente que la guerra en nuestros días es siempre ilícita . Podemos -aún hoy- suponer que un Estado, por ejemplo el soviet, hace la guerra con la intención expresa de destruir los principios jurídicos y morales de nuestra cultura cristiana; uno tiene entonces el deber de afrontar todos los males de la guerra, que son siempre inferiores a la ruina de la civilización cristiana. […] Ha surgido un nuevo problema sobre el uso de armas atómicas. Algunos moralistas piensan que no se puede condenar absolutamente el uso de la bomba atómica, ya que es un medio seguro y rápido de destruir las fuerzas militares y económicas del enemigo y de persuadirlo de que ponga fin al enfrentamiento armado. La muerte de tantas personas inocentes estaría justificada por las mismas razones con las que se justificaría si se produce por otras armas. Otros toman un camino intermedio, haciendo una discriminación basada en las circunstancias y objetivos del ataque con bomba atómica: una cosa sería, por ejemplo, usar esas armas contra equipos enemigos en mar abierto, otra cosa sería usarlas contra grandes centros industriales o habitados”.
 
Fin de la guerra: paz
 
    S. Tomás afirma que "incluso aquellos que hacen la guerra deben hacerla sólo en vistas de la paz".
 
Por eso es de suma importancia, cuando se declara la guerra, que termine como le conviene, es decir con una paz honorable , que armonice las voluntades de los estados ya opuestos entre sí. De lo contrario, la guerra no terminaría realmente y sólo nos prepararíamos para comenzar de nuevo (como sucedió con la Segunda Guerra Mundial después del inequitativo pacto de "paz" de Versalles que "terminó" con la primera).
 
También es peligroso e inconveniente exigir la rendición incondicional, en lugar de tratar de pedir una rendición honorable , ya que frente a la rendición incondicional, a menudo uno se ve obligado a resistir incondicionalmente.
 
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Parte II
 
La actualidad
 
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 Las guerras de la OTAN desde 1991 hasta hoy
 
La OTAN bombardeó la antigua Yugoslavia en 1991, causando cientos de miles de muertos. En 1999, también la OTAN, participó en la guerra de Kosovo. En 2011, la OTAN volvió a liderar una intervención militar internacional en Libia, creando una desestabilización que aún perdura. En el mismo 2011, la OTAN volvió a apoyar a Isis para devastar Siria, provocando más de medio millón de muertos. En 2014, la OTAN volvió a liderar un golpe de estado en Ucrania, que inició una guerra civil progresiva que nunca se ha detenido y que condujo a la guerra actual (2022). En 2015, la OTAN volvió a apoyar la guerra contra Yemen protagonizada y liderada por Arabia Saudí, con cientos de miles de víctimas.
 
Partiendo de Palestina (1948) llegando a Rusia (2022)
 
Estudiar la cuestión de Oriente Próximo y Medio -empezando por Palestina (1948), Irak (1990/2003), la "Revolución Naranja" en Chechenia (1990), las "Primaveras Árabes" en Egipto, Libia y Túnez (2011) y especialmente en Siria (marzo de 2011)- se puede ver que el "Nuevo Orden Mundial", a estas alturas (Ucrania 2022), está lanzando el último asalto a esa porción del mundo que aún no ha sido absorbida por la órbita atlántico-norteamericanista, que no ha conocido la revolución ilustrada (siglo XVIII) y nihilista (siglo XX) en su más alto grado, como en Occidente y en la Vieja Europa norteamericanizada en 1968.
 
Agresión ideológica contra Rusia en 2014
 
En enero de 2014 hubo un ataque "ideológico" de Occidente, durante los Juegos Olímpicos de Rusia, contra Putin porque era contrario al principio de las uniones homosexuales públicas legalizadas y a la pedofilia, principio que prevé un curso de "sexualidad occidental". educación" para niños de 4 años, que deben asistir a los jardines de infancia estatales y en la que también se inician en la práctica de la la masturbación en solitario y en compañía incluso con niños del mismo sexo de apenas cuatro años: un curso de "depravación" que desde 2010 partiendo de Munich (en Alemania) está llegando a 53 países europeos. Putin no se dio por vencido. Luego, en febrero de 2022 pasamos a la segunda fase: el ataque físico y militar desde el interior, forjado por EE.UU., provocando a Rusia, para que su eventual reacción sea vista como una agresión que permita justificar una guerra contra ella. 
 
2008 y 2014 la revolución "ucraniana"
 
Antes de la “Revolución Ucraniana” (2008) todos los antiglobalistas tenían claro el plan neoconservador de EEUU de atacar a Siria como trampolín para invadir Líbano e Irán y así cercar a Rusia y contener a China . Por lo tanto, me parece que la reacción de Rusia en febrero de 2022 es una guerra defensiva y no ofensiva.
 
De hecho, la Rusia de Putin por razones de supervivencia geopolítica no podía permitir que EEUU extendiera su poder hasta sus fronteras (Irán, Afganistán, Pakistán y más aún en Ucrania tras haber "ocupado" los países del antiguo Pacto de Varsovia), además, por razones económicas, a China no le gustó esta expansión atlántica en el Medio Oriente asiático y, por lo tanto, los dos gigantes ruso y chino se alinearon junto a Siria e Irán y hasta ahora han impedido su invasión.
 
Ahora bien, ya en febrero de 2014 había sucedido algo nuevo en Ucrania: una nueva Revolución “espontánea” en las fronteras con Rusia. En ese momento, Ucrania ya estaba pidiendo entrar en Europa, unirse a la OTAN y separarse de Rusia.
 
Esta fue otra revolución globalista financiada y apoyada explícitamente por los EE. UU. y la UE. Revolución bien pensada, bien preparada en la que repasamos un guion ya conocido, como el que se llevó a cabo en Egipto, Túnez, Libia y Siria: francotiradores armados en los techos disparando contra la multitud, los medios de comunicación occidentales los acusan de ser soldados rusos mientras se establece que son guerrilleros chechenos qaidistas-jiadistas y mercenarios a sueldo del "Tío Sam", que regresan al asalto en Ucrania y Crimea tras la derrota de 1990 en Chechenia.
 
Matteo D'Amico escribe acertadamente: "El movimiento de Putin [febrero de 2022] no es ofensivo, es defensivo: la búsqueda de esa profundidad estratégica que frena la tentación estadounidense de lanzar un primer ataque nuclear contra las estructuras militares rusas" (La batalla de el oso en @matteodamico).
 
De hecho, si la OTAN, después de haber tomado posesión de todos los países del antiguo Pacto de Varsovia, hubiera entrado también en Ucrania, habría podido llegar hasta el corazón de Rusia.
 
No quiero decir que Putin sea la Inmaculada Concepción, ni que los rusos son todos totalmente buenos y los "occidentales-atlánticos" ["atlántico" es un termino usado para referirse a los miembros y aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Nota de NP]  son todos y totalmente malos, pero es innegable que Putin defendió a su patria de una agresión injusta que ya había comenzado con la caída del Muro de Berlín y que luego, desde Alemania Oriental, avanzó por la Europa del Pacto de Varsovia hasta llegar a Ucrania para luego llegar hasta Moscú.
 
Finalmente llegamos al titánico y global choque entre el gigante atlántico USA-Australia-UK más la UE (esta última utilizada como base aérea pronorteamericana para los suministros necesarios, dada la distancia entre Occidente y Oriente) con el Euroasiático (Rusia y China).
 
En resumen, estamos presenciando el último acto del drama del "Terror Infinito" (iniciado en Irak en 1991) de la globalización mundialista, del que debe surgir el "Nuevo Orden Mundial" sionista-estadounidense o producirse la desaparición de la primacía hegemónica que ha desempeñado -sobre todo desde la Primera Guerra Mundial hasta ahora- en la escena de este mundo.
 
¿Cómo terminará? Sólo podemos prever un muy probable conflicto universal y nuclear que comenzó (quizá) en febrero de 2022.
 
Padre Curzio Nitoglia

sábado, 5 de marzo de 2022

Aclaraciones sobre el "Nacionalismo" - P Leonardo Castellani



 Dejamos a continuación un texto del P. Leonardo Castellani, publicado recientemente en "La otra Argentina" (Editorial Vórtice), que, creemos, puede ayudar a comprender qué es lo que entiende un nacionalista católico argentino por "nacionalismo". La aclaración es pertinente porque, al no denifir qué es, se han generado discusiones absurdas por estar hablando de cosas distintas pero con el mismo nombre. (Mal haría un argentino en tildar de estafador a un español por tener un "curro". En España "curro" significa "trabajo". En Argentina, "estafa"). Los remarcados en color, nos pertenecen.

 

 Nacionalismo e internacionalismo

Ese fenómeno actual del nacionalismo, que entre nosotros tuvo su avatar, siquier efímero o informe, merece un poco de elemental definición filosófica o sociológica: porque la palabra se está yendo al equívoco o a la confusión; y por otra parte, hay quienes cargan al pobre nacionalismo argentino más de lo que él merece. Cuando chicos nos enseñaban a huir de las “malas palabras”. Las malas palabras del adulto son las palabras ambiguas, las malditas palabras confusas.

Si se define al nacionalismo como “amor a la patria”; evidentemente eso es inobjetable, pues es una virtud, con tal que se entienda bien patria (las cosas paternas) y amor (inclinación racional). Si se define como “idolatría salvaje e irracional de lo propio”, como los diversos racismos o imperalismos que hemos conocido, eso es, también evidentemente, reprobable; pues consiste en la aplicación viciosa a una cosa creada de los sentimientos absolutos que rectamente sólo pueden tener por mira lo divino.

Eso ha sido condenado entre nosotros por los obispos con el nombre de “ultranacionalismo” en 1949; y con el nombre simple de “nacionalismo” es acremente combatido en la actual literatura europea; por Wells por ejemplo, que lo identifica con el nacionalismo alemán; o por Huxley, que lo extiende a todo amor exagerado de patria en detrimento o con exclusión del amor debido a todos los hombres; con tal pasión y aun manía que parece por momentos incluso el legítimo amor a la patria; del cual es una exageración viciosa - que puede ser o ridícula o herejemente viciosa- el “patrioterismo”, que él, con razón, aborrece.

Lo que entre nosotros hubo (y seguirá habiendo sin duda) no es ninguna de estas dos cosas, aunque haya tenido puntas de las dos. En realidad ha sido un fenómeno un poco informe, una mezcla no fundida de elementos heterogéneos (políticos, religiosos, sociológicos, radicales, conservadores, sindicalistas, maurrasianos, musolinianos, hispanófilos) que tornasolan desde Martín Fierro hasta Goebbels, atados con un nexo flojo: y cuyo núcleo defendible no llegó a la autoexpresión adecuada. Pero merece respeto; aunque más no sea que por haber tenido sus mártires – y también sus “aprovechadores”.

Si se define nacionalismo como “movimiento que resiste al movimiento actual del internacionalismo”, la definición aunque negativa es precisa. Ahora bien, el internacionalismo actual es un ideal – y como veremos, un ideal religioso; el nacionalismo es una realidad, y una realidad natural. Y por tanto la definición es positiva en realidad; lo que es negativo es el internacionalismo, el cual niega o rechaza la realidad de las nacionalidades existentes en pro de una futura (a edificar) Supresión de Fronteras y Confederación de Naciones -o como la llama Wells, el Estado Mundial, “The World State”.

Tomemos como ejemplo este escritor popular inglés que es uno de los más conocidos doctores, cantores y podríamos decir “sacerdotes" de la super-confederación por venir. En una buena veintena de libros de tipo “Utopía” (de los cuales se tradujeron entre nosotros El salvamento de la Civilización, El Nuevo Orden del mundo, Una utopia moderna, La Traza de las Cosas por venir, y quizá algún otro) Wells propuso con una facundia asombrosa una serie variada de programas para arreglar el universo; diversos y aun contradictorios en apariencia, pero cuyo objetivo es invariablemente ese paradisíaco Estado Universal, que es la profunda Fe y el venerado Dogma del novelista. 

No varía el fin de Wells sino los medios, y también el clima emocional (desde el optimismo exaltado del Anticipations de 1900 hasta la depresión furiosa de Mind at the End of its Tether de 1945) a medida que las circunstancias y los sucesos varían; a los cuales él cree dominar con su mente especulativa (compuesta como en todo empirista de puras impresiones) cuando en realidad está metida adentro y es arrastrada por ellos. Sus mismas 18 novelas julioverniavas, que es lo mejor que ha escrito, están dentro de esta filosofía o mejor dicho, teología de Wells; y son a manera de pesadillas producidas por la angustia religiosa —con un despertar milenarista enteramente utópico. 

La teología de Wells es simple y sumaria; digamos (sin intención condenatoria) plebeya; a saber: el hombre es naturalmente bueno, todos los vicios de la humanidad vienen de afuera no de adentro, lo que falta en el mundo es educación; y el remedio de todo (que viene infaliblemente) es un Estado Universal socialista, una Buena Educación Forzosa (cosa contradictoria en sus términos) y una Nueva Religión simplificada y enteramente pura (cosa que es también contradictoria, si se mira bien, porque toda religión existe en función del pecado), la cual Wells describe al final de su morruda Silueta de la Historia del Mundo

Esta Silueta de la Historia del Mundo, de unas 1.200 páginas y que debe tener ahora como unas 50 ediciones, es la obra más clara y característica de Wells como profeta de la Nueva Religión; o sea del “ataque moderno” contra el Catolicismo. Uno puede tomarla a chacota, porque en realidad el libro es pintoresco con su cantidad de gazapos y simplezas (que Belloc se divirtió en cazar) y sus simplificaciones más que atrevidas, novelísticas: Anzoátegui la llamaría “la Catedral del Macaneo”. Pero en realidad esto no es una Historia sino un sermón; y desde ese respecto, sí que es interesante. 

Wells no hizo ese enorme trabajo de lectura, erudición y novelística sino para fundamentar su último capítulo XL, “El próximo estadio de la Historia”, o sea para profetizar, definir y conminar teológicamente. Todo el resto es “Enciclopedia Británica” informada por una wellsiana filosofía de la historia tan sumaria como su teología; a saber: todo el movimiento de la historia humana se parece a una doble vertiente al revés, no en forma de E sino en forma de V; y el turning-point de esa bajada, seguida de una irresistible elevación, es el Protestantismo, singularmente el protestantismo inglés: es decir “la liberación del pensamiento humano” (pág. 1095) como dice él, y decían los hombres de la Filosofía de las Luces; con cuya escuela, a través de Gibbons, se conecta simplemente. 

Lo que hay en Wells y no hay en Gibbons, en Voltaire o en Kant, es el espíritu religioso y aun bíblico viejo-testamentario de que él no parece muy consciente; pero es ciertamente un “herétic”, como lo clasificó Chesterton. Es un hombre anticatólico y aun anticristiano, pero salvajemente religioso; es decir, emocionalmente religioso: su devoción enternece... y asusta. Y es que el ideal del internacionalismo es, como dijimos, específicamente religioso. 

¿Por qué hablar ya de este libro, que en Inglaterra ha sido severamente atajado y aun (científicamente) hecho trizas? Pues simplemente porque aquí fue traducido y volcado sobre un público enteramente vulnerable e indefenso; y su crítica no fue divulgada. (El serio problema argentino del libro-lucro: la irresponsabilidad editorial.) ¿Qué defensas tenemos contra esas rociadas de vitriolo desde un helicóptero? Nada más que la sana reacción instintiva. Por ejemplo, un español sano con Wells en las manos dirá a poco andar: “Yo soy un caballero español (como dice la zarzuela) esto no va conmigo”; un argentino educado dirá: “Esto es yoni; nosotros no somos yonis”; y (como dice la misma zarzuela) “Quien no piensa así / No ha nacido bien”. Aunque elemental, ésa es una defensa. Y eso es “nacionalismo”. 

Este siglo que vivimos es el siglo de la gran decisión: los que lleguen a su final, es decir, algunos de los jovencitos actuales, verán algo que para nosotros es categórico, es decir, casi inimaginable. 

Solamente el sentimiento religioso puede hacer superar al humano el instinto nacional: esta proposición es demostrable filosóficamente, como la demostró por ejemplo Bergson al final de su obra Las dos fuentes. La historia, la experiencia y la razón muestran que instintiva y fatalmente el hombre ve como “bárbaro” a todo aquel de sus semejantes que dice “blablá” al hablar —o como oían los griegos y latinos “barbar”. Es decir, que el habla, las costumbres y la idiosincrasia formada por los influjos climáticos y telúricos constituyen una determinación antropológica de suyo no superable, si no es por virtud de una idea-impulso de orden religioso. 

Hay solamente dos cosas en el mundo que son efectivamente internacionales: la Iglesia Católica y la raza judía. Todas las demás cosas son nacionales; y si pretenden ser internacionales, es por razón de una relación con una de aquéllas que son internacionales kat' exojén, o en sí mismas. El mesianismo y milenarismo comunista, por ejemplo, es de origen judío. 

El ideal del internacionalismo es pues un ideal religioso, y por cierto, ambiguo o doble; porque cae bajo las categorías teológicas de “religión verdadera” o “religión falsa”; o mejor dicho, herejía; porque estrictamente hablando no hay “religiones falsas”, hay herejías

El nacionalismo resiste pues a la tendencia herética hacia la creación de un Estado Mundial, basado sobre la extirpación total de la tradición religiosa occidental, que es el Cristianismo. No es necesario que esta actitud brote de la fe; hombres sin fe, como Barrés o Maurras, pueden tenerla; porque se basa al fin y al cabo en un impulso natural, el patriotismo; y en una razón que es también filosófica, a saber: el ideal contrario es imposible naturalmente, y sólo puede ser realizado por la fuerza y la mentira y en forma violenta —y por tanto poco durable—; a no ser que lo realice Cristo mismo, añadirá el cristiano. 

Se puede ser nacionalista a partir no ya de la fe cristiana sino del sentido común. Porque, repetimos, el apego a la patria es instintivo y el amor a la patria, tal como lo ha elaborado nuestra civilización, es una realidad, no una utopía. No puede haber patriotismo hacia el Universo que no sea la adoración del Hombre (del Hombre-Dios o del Hombre-contra-Dios); y no puede dejar de haber patriotismo argentino, español o francés. 

Defendemos la necesidad de la nación. La nación para nosotros es la agrupación natural de los humanos determinada por imperativos espirituales, culturales, históricos y geográficos que son irrevocables. “La tradición ha muerto”, exclama Wells (pág. 1097); nosotros decimos que la Tradición no puede morir: ella es el alma de la historia. 

No se puede llegar a la paz universal destruyendo a aquéllos que han de tener paz entre sí: porque hay un estado de falsa paz o guerra latente que es peor que la guerra declarada; cuya imagen podría ser por ejemplo el Imperio Romano bajo Nerón. No rechazamos el derecho internacional y todos sus progresos posibles; rechazamos el ideal utópico del internacionalismo hereje: masónico, marxista o lo que sea. 

Hacemos un poco un mal papel: aparecemos como impotentes o como reaccionarios. Paciencia. Fuera de la línea de fuerza de nuestro tiempo; fuera de la aspiración secular de la humanidad a una integración armónica del género humano, de la cual han sido bosquejos o bocetos en la historia el Imperio Romano Germánico, la Cristiandad Europea, y hasta el fugaz Imperio Napoleónico; no menos que la Santa Alianza, el Imperio Británico o el Güelfismo italiano: sueño de muchísimos grandes pensadores, e incluso de santos, como Catalina de Siena o Tomás Moro... Aspiración inextirpable de la Civilización. 

No estamos fuera de esa aspiración; estamos en contra de su mala realización; de los malos planes actuales que, o bien son irrealizables, o bien son realizables solamente en forma de tiranía atroz, de un Imperialismo elevado a la 10ª o a la 666ª potencia, como nunca el mundo ha visto otro igual. 

Cultivar la nación es necesario, incluso para llegar a la Super-Nación. Por ejemplo, si nosotros somos muy poco unidos con los chilenos o los uruguayos, no es por ser demasiado argentinos, sino por ser muy poco argentinos. Ahondando en la argentinidad es la única manera de llegar a la raíz común, al vínculo natural-maternal. Por Martín Fierro se va al Quijote y al Cid.

Un “internacionalista” de ésos ha dicho: “Se quejan de que el argentino no tiene más ideal que el de hacer plata; pero ¿qué se puede hacer aquí más que hacer plata... para irse a otra parte?”.

Bien. Pero si se realiza su ideal, caro A. Y., ni siquiera existirá la Otra Parte.

La tierra que el hombre sabe, ésa es su madre

 

                                                P. Leonardo Castellani

(Publicado en el Nº 58 de Dinámica Social (junio de 1955).)

El Pacificador (G. K. Chesterton)

Nota: Si bien el libro es todo destacable (recomendamos su lectura), transcribimos este capítulo para facilitar la difusión sobre un tema particular: el pacifismo y el uso de la fuerza. 

Para aquellos no han leído el libro,hacemos una aclaración necesaria: toda la novela gira en torno a un duelo con espadas que pretenden librar, por Dios, un católico (MacIan) y un ateo (Turnbull), siendo repetídamente interrumpidos en su lucha. En este caso, son detenidos por un "pacificador".

 


Capítulo V del libro "La esfera y la Cruz" de G. K. Chesterton.

Cuando los combatientes, cruzados los aceros, se dieron de súbito cuenta de la aparición de un tercero, hicieron el mismo movimiento. Rápido como un pistoletazo, instantáneamente lo modificaron, recobrando su actitud primera, pero ambos lo habían hecho, ambos lo habían visto y ambos sabían lo que significaba. No fue un movimiento de cólera por verse interrumpidos. Dijeran o pensaran lo que quisieran, fue un movimiento de alivio. Una fuerza interior y, a pesar de eso, enteramente fuera de su alcance, iba poco a poco, implacablemente, disolviendo la dureza de su juramento. Como los amantes engañados acechan el inevitable ocaso del primer amor, estos dos hombres acechaban el ocaso de su primer odio.

Sus corazones sentían crecer la debilidad del uno por el otro. Cuando sus armas retañían en el jardinillo de Londres, de seguro ocurre algo si un tercero les interrumpe. Habría muerto uno de los dos, o habrían matado al intruso. Pero ahora nada podía deshacer o negar aquel hecho fugacísimo: que durante un segundo se habían alegrado de que los interrumpiesen. Una cosa nueva, extraña, ascendía en sus corazones, como la pleamar nocturna. Era algo sumamente despiadado, porque podía acabar siendo inmensa piedad. ¿Existe, acaso, un fatalismo en la amistad, como el que los enamorados ven en el amor? ¿Dispone Dios que los hombres se quieran contra su voluntad?

—Ustedes me dispensarán que les hable, estoy seguro —dijo el extraño, con tono afanoso y suplicante a la vez.

La cortesía del tono rebasaba las buenas maneras. Era incongruente con el desusado espectáculo de los duelistas, que debiera haber sorprendido a un hombre normal. Era también incongruente con el físico repleto y sano, aunque un poco laxo, del que hablaba. Su presencia, a la primera ojeada, era de hermoso animal, rizosos el pelo y la barba de oro, y ojos azules, de brillo insólito. Tan sólo a la segunda ojeada el ánimo se irritaba de repente, tal vez sin intención, ante el modo de curvarse hacia el chaleco la barba de oro, y ante el modo de adelantarse la nariz —de bella hechura— a olfatear el camino. Y acaso a la centésima ojeada solamente, los claros ojos azules, que antes y después de tal momento parecían brillar de inteligencia, se antojaban brillantes de idiotez. Hombre de aspecto fuerte y sano, parecía mucho más recio a causa del traje suelto y de colores claros que llevaba, de tan extrema levedad y holgura, que había en él algo de tropical. Un examen más detenido habría mostrado que hasta en los trópicos llamaría la atención su atuendo; porque estaba tejido sobre cierta urdimbre higiénica de que ningún ser humano tenía noticia, pero absolutamente necesaria para tener salud siquiera un día. Llevaba, muy derribado hacia el colodrillo, un sombrerote de anchas alas, igualmente higiénico; y, como he dicho, chocaba que de un hombre de tipo tan recio y sano saliese una voz tan aguda y obsequiosa.

—Ustedes me dispensarán que les hable, estoy seguro —dijo—. Es cosa de saber si no estarán ustedes disputando por menudencias, que, después de todo, pudiéramos arreglar buenamente juntos. No les importa a ustedes que diga esto, ¿verdad?

El rostro de los combatientes permaneció un tanto opaco a esta invocación. El extraño, tomando probablemente el silencio por síntoma de confusión vergonzosa, prosiguió con cierta alacridad.

—De manera que ustedes son los jóvenes de que hablan los papeles. Bueno, naturalmente, de joven siempre es uno algo romántico. ¿Saben ustedes lo que yo digo siempre a los jóvenes?

Un silencio indeciso siguió a esta pregunta jovial. Después dijo Turnbull, con voz incolora:

—Como he hecho los cuarenta y siete en mi último cumpleaños, probablemente he venido al mundo demasiado pronto para saberlo.

—¡Muy bueno, muy bueno! —dijo el amigable señor— humor escocés puro. Humor escocés puro. Vamos a ver. Entiendo que ustedes dos están decididos a batirse. Parece que no viven ustedes en el mundo moderno. Hemos dejado ya muy atrás el duelo, ¿no lo saben? Por lo demás, Tolstoi nos enseña que pronto dejaremos atrás la guerra, que para él es simplemente un duelo entre naciones. Un duelo entre naciones. Pero no hay duda ninguna en que hemos dejado atrás el duelo.

El extraño se detuvo un momento, radiante, en espera del efecto causado en sus oyentes de palo, y luego prosiguió:

—Bueno. Los periódicos dicen que ustedes quieren de veras batirse por una cosa relativa al Catolicismo Romano. ¿Saben ustedes lo que digo yo siempre a los católicos romanos?

—No —dijo Turnbull, lentamente—. ¿Y ellos?

Parecía un rasgo típico del cordial e higienista desconocido el olvidarse siempre de lo que había dicho el momento anterior. Sin más insistencia sobre la forma determinante de su exhortación a la Iglesia de Roma, se rió cordialmente de la respuesta de Turnbull; después, al cazar sus errantes ojos azules el destello del sol en las espadas, adoptó una gravedad benevolente.

—Ustedes saben que el asunto es grave —dijo, mirando a Turnbull y a MacIan como si hubiesen estado alborotando el cotarro con frivolidades—. Estoy seguro de que si se apelase a vuestra naturaleza superior…, a vuestra naturaleza superior… Todo hombre posee una naturaleza superior y otra inferior. Pues bien; examinemos el asunto llanamente, sin las insensateces románticas acerca del honor y cosas por el estilo. Verter sangre, ¿no es grave pecado?

—No —dijo MacIan, hablando por vez primera.

—¿De veras? ¿De veras? —dijo el pacifista.

—Matar es pecado —dijo el inconmovible montañés—. Verter sangre no es pecado.

—Bueno, no disputemos por una palabra —dijo el otro, bromeando.

—¿Y por qué no? —dijo MacIan con súbita aspereza—. ¿Por qué no habíamos de disputar sobre una palabra? ¿De qué sirven las palabras si no tienen importancia bastante para disputar sobre ellas? ¿Por qué escogemos una palabra con preferencia a otras si no difieren entre sí? Si a una mujer le llama usted chimpancé en lugar de ángel, ¿no habría disputa por una palabra? Si usted no quiere discutir sobre palabras, ¿sobre qué va usted a discutir? ¿Pretende usted convencerme moviendo las orejas? La Iglesia y las herejías siempre acostumbraron disputar sobre palabras, porque son las únicas cosas que valen la pena de la disputa. Yo digo que matar es pecado, y que verter sangre no lo es, y que hay tanta diferencia entre esas palabras como entre la palabra «sí» y la palabra «no»; o más diferencia, porque sí y no pertenecen, al fin y al cabo, a la misma categoría. Matar es un acontecimiento espiritual; verter sangre es un acontecimiento físico. Un cirujano vierte sangre.

—¡Ah! ¡Es usted casuista! —dijo el hombre gordo, meneando la cabeza—. Bueno. ¿Sabe usted lo que yo digo siempre a los casuistas?

MacIan hizo un gesto violento; Turnbull soltó la carcajada. El pacifista no pareció molestarse lo más mínimo, y prosiguió con persistente fruición.

—Bueno, bueno —dijo—. Volvamos a la cuestión. Tolstoi ha demostrado que la fuerza no remedia nada; ya ven ustedes en qué posición me coloco. Hago cuanto puedo para detener una violencia inútil, una violencia enteramente injusta, y estoy seguro de que ustedes no llevarán a mal que la califique así. Pero es opuesto a mis principios llamar a la policía contra ustedes, porque la policía está en un plano moral más bajo, por decirlo así, ya que, en suma, es indiscutible que a veces emplea la fuerza, Tolstoi ha demostrado que la violencia engendra violencia en quien la padece, mientras que Amor, por el contrario, engendra Amor. De modo que ya ven ustedes cuál es mi posición. Sólo puedo emplear Amor para contener a ustedes. Estoy obligado a valerme de Amor.

Prestaba a esa palabra un son indescriptible, de cosa dura y pesada, como si estuviese diciendo: «botas». Turnbull, empuñó con brusquedad la espada y dijo, brevemente:

—Veo muy bien la posición de usted. No quiere usted llamar a la policía. Mr. MacIan, ¿seguiremos el encuentro?

MacIan desclavó su espada del césped.

—Debo y quiero impedir este crimen repugnante —gritó el tolstoyano, enrojecida la faz—. Es contrario a las ideas modernas. Es contrario al principio del Amor. ¿Cómo usted, señor, que pretende ser cristiano…?

MacIan se volvió hacia él, lívido el rostro, la expresión amarga.

—Señor —dijo—, hable usted cuanto quiera del principio del amor. Me parece usted más frío que un pedrusco, pero admito que alguna vez habrá usted querido a un perro, a un gato, a un niño. Supongo que, de pequeño, habrá usted querido a su madre. Hable usted de amor, pues, hasta que el mundo se hastíe de la palabra. Pero no hable usted del cristianismo. Absténgase usted de decir una palabra, blanca o negra, acerca de eso. El cristianismo, en cuanto a usted le concierne, es un misterio horrible. Apártese de él, guarde silencio sobre él, como si fuese una abominación. Es una cosa que ha inducido a los hombres a matarse y torturarse unos a otros, y usted nunca sabrá por qué. Es una cosa que ha inducido a los hombres a cometer el mal para procurar el bien; usted nunca comprenderá el mal, deje en paz al bien. El cristianismo no serviría más que para hacerle a usted vomitar, hasta que dejase usted de ser como es. No intentaría justificarlo ante usted, aunque pudiese. Aborrézcalo usted, en nombre de Dios, como lo aborrece Turnbull, que es un hombre. Es una cosa monstruosa, por la que se matan los hombres. Y si usted quiere quedarse ahí y hablar todavía del amor durante otros diez minutos, es muy probable que vea usted a un hombre morir por ella.

Cayó en guardia. Turnbull estaba muy atareado arreglando algo que se había soltado en la primorosa empuñadura; el extraño fué quien rompió el silencio.

—Supongamos que llamo a la policía —dijo, colérico el rostro.

—Renegando de su dogma más sagrado —dijo MacIan.

—¡Dogma! —gritó el hombre, con cierto espanto—. ¡Oh! No tenemos dogmas, ¿sabe usted?

Hubo otro silencio, y dijo de nuevo, vivamente:

—Ustedes conocen, creo yo, algo de lo que enseña Shaw: la carencia de fijeza en los principios morales. ¿Han leído la Quintaesencia del Ibsenismo? Naturalmente, viene muy equivocado acerca de la guerra.

Turnbull, inclinado, enrojecido el rostro, ataba con un bramante la pieza suelta de la empuñadura. Con el bramante entre los dientes, dijo:

—Tome usted ya una maldita decisión, y ¡váyase!

—Es una cosa grave —dijo el filósofo, meneando la cabeza—. Tengo que considerar a solas cuál es el punto de vista superior. Me inclino a creer que en un caso extremo como este…

Y se alejó lentamente. Al desaparecer entre los árboles, le oyeron murmurar, con una especie de canturria: «Nueva ocasión exige deberes nuevos»; sacado de un poema de James Rusell Lowell.

—¡Ah! —dijo MacIan, exhalando un suspiro profundo—. Y ahora, ¿no cree usted en la oración? Había pedido un ángel.

— Lo siento mucho, pero no entiendo — contestó Turnbull.

— Hace una hora — dijo el montañés, con su entonación grave y meditabunda — sentí que el diablo ablandaba mi corazón y mi juramento contra usted; y pedí a Dios que enviase un ángel en mi ayuda.

— ¿Y qué? — preguntó el otro, concluyendo la compostura y liándose a la mano el resto de la cuerda para empuñar con más firmeza —. ¿Y qué?

— ¡Y qué! Ese hombre era un ángel — dijo MacIan.

— No sabía yo que fuesen tan triste cosa — respondió Turnbull.

— Sabemos que los diablos citan a veces la Escritura y falsifican el bien — replicó el místico —. ¿Por qué los ángeles no han de mostrarnos alguna ve el negro abismo en cuyo borde estamos? Si ese hombre no hubiese intentando contenernos… yo acaso… acaso me hubiese contenido.

— Ya entiendo lo que usted dice — contestó Turnbull ásperamente.

— Pero ese hombre vino — prorrumpió MacIan — y mi alma me dijo: Abandona el combate, y te convertirás en algo como Eso. Abandona juramentos y dogmas, y los principios sólidos, y te irás pareciendo a Eso. Aprenderás también una filosofía turbia y falsa. Te aficionarás a esa ciénaga de moral cobarde y rastrera, y vendrás a pensar que un golpe es malo porque hace daño, no porque humilla. Vendrás a pensar que dar muerte es malo porque es violento, y no porque es injusto. ¡Oh, blasfemos del bien, hace unas horas creí que le amaba a usted! Pero ahora ya no hay nada que temer por mí. He oído la palabra Amor pronunciada con su entonación, y sé exactamente lo que significa. ¡En guardia!

Las espadas se buscaron y se oyó el ludir formidable, animado del odio y la energía antiguos; y se atacaron una vez y otra. De nuevo, el corazón de cada uno vino a ser el imán que atraía a una espada loca. De pronto, furiosos como estaban, se quedaron inmóviles un momento, cuajados.

— ¿Qué ruido es ese? — preguntó el montañés, roncamente.

— Me lo figuro — repuso Turnbull.

— ¿El qué…, el qué? — gritó el otro.

— El discípulo de Shaw y Tolstoi ha tomado una determinación notable — dijo Turnbull, tranquilamente—. La policía trepa por la colina.