Nota: obtuvimos el texto de la página Non Possumus (Aquí). Pero lo publicamos aquí, porque estaba mezclado con otra noticia, y distraía la atención sobre lo que se hablaba.
Nota: obtuvimos el texto de la página Non Possumus (Aquí). Pero lo publicamos aquí, porque estaba mezclado con otra noticia, y distraía la atención sobre lo que se hablaba.
Dejamos a continuación un texto del P. Leonardo Castellani, publicado recientemente en "La otra Argentina" (Editorial Vórtice), que, creemos, puede ayudar a comprender qué es lo que entiende un nacionalista católico argentino por "nacionalismo". La aclaración es pertinente porque, al no denifir qué es, se han generado discusiones absurdas por estar hablando de cosas distintas pero con el mismo nombre. (Mal haría un argentino en tildar de estafador a un español por tener un "curro". En España "curro" significa "trabajo". En Argentina, "estafa"). Los remarcados en color, nos pertenecen.
Nacionalismo e internacionalismo
Ese fenómeno actual del nacionalismo, que entre nosotros tuvo su avatar, siquier efímero o informe, merece un poco de elemental definición filosófica o sociológica: porque la palabra se está yendo al equívoco o a la confusión; y por otra parte, hay quienes cargan al pobre nacionalismo argentino más de lo que él merece. Cuando chicos nos enseñaban a huir de las “malas palabras”. Las malas palabras del adulto son las palabras ambiguas, las malditas palabras confusas.
Si se define al nacionalismo como “amor a la patria”; evidentemente eso es inobjetable, pues es una virtud, con tal que se entienda bien patria (las cosas paternas) y amor (inclinación racional). Si se define como “idolatría salvaje e irracional de lo propio”, como los diversos racismos o imperalismos que hemos conocido, eso es, también evidentemente, reprobable; pues consiste en la aplicación viciosa a una cosa creada de los sentimientos absolutos que rectamente sólo pueden tener por mira lo divino.
Eso ha sido condenado entre nosotros por los obispos con el nombre de “ultranacionalismo” en 1949; y con el nombre simple de “nacionalismo” es acremente combatido en la actual literatura europea; por Wells por ejemplo, que lo identifica con el nacionalismo alemán; o por Huxley, que lo extiende a todo amor exagerado de patria en detrimento o con exclusión del amor debido a todos los hombres; con tal pasión y aun manía que parece por momentos incluso el legítimo amor a la patria; del cual es una exageración viciosa - que puede ser o ridícula o herejemente viciosa- el “patrioterismo”, que él, con razón, aborrece.
Lo que entre nosotros hubo (y seguirá habiendo sin duda) no es ninguna de estas dos cosas, aunque haya tenido puntas de las dos. En realidad ha sido un fenómeno un poco informe, una mezcla no fundida de elementos heterogéneos (políticos, religiosos, sociológicos, radicales, conservadores, sindicalistas, maurrasianos, musolinianos, hispanófilos) que tornasolan desde Martín Fierro hasta Goebbels, atados con un nexo flojo: y cuyo núcleo defendible no llegó a la autoexpresión adecuada. Pero merece respeto; aunque más no sea que por haber tenido sus mártires – y también sus “aprovechadores”.
Si se define nacionalismo como “movimiento que resiste al movimiento actual del internacionalismo”, la definición aunque negativa es precisa. Ahora bien, el internacionalismo actual es un ideal – y como veremos, un ideal religioso; el nacionalismo es una realidad, y una realidad natural. Y por tanto la definición es positiva en realidad; lo que es negativo es el internacionalismo, el cual niega o rechaza la realidad de las nacionalidades existentes en pro de una futura (a edificar) Supresión de Fronteras y Confederación de Naciones -o como la llama Wells, el Estado Mundial, “The World State”.
Tomemos como ejemplo este escritor popular inglés que es uno de los más conocidos doctores, cantores y podríamos decir “sacerdotes" de la super-confederación por venir. En una buena veintena de libros de tipo “Utopía” (de los cuales se tradujeron entre nosotros El salvamento de la Civilización, El Nuevo Orden del mundo, Una utopia moderna, La Traza de las Cosas por venir, y quizá algún otro) Wells propuso con una facundia asombrosa una serie variada de programas para arreglar el universo; diversos y aun contradictorios en apariencia, pero cuyo objetivo es invariablemente ese paradisíaco Estado Universal, que es la profunda Fe y el venerado Dogma del novelista.
No varía el fin de Wells sino los medios, y también el clima emocional (desde el optimismo exaltado del Anticipations de 1900 hasta la depresión furiosa de Mind at the End of its Tether de 1945) a medida que las circunstancias y los sucesos varían; a los cuales él cree dominar con su mente especulativa (compuesta como en todo empirista de puras impresiones) cuando en realidad está metida adentro y es arrastrada por ellos. Sus mismas 18 novelas julioverniavas, que es lo mejor que ha escrito, están dentro de esta filosofía o mejor dicho, teología de Wells; y son a manera de pesadillas producidas por la angustia religiosa —con un despertar milenarista enteramente utópico.
La teología de Wells es simple y sumaria; digamos (sin intención condenatoria) plebeya; a saber: el hombre es naturalmente bueno, todos los vicios de la humanidad vienen de afuera no de adentro, lo que falta en el mundo es educación; y el remedio de todo (que viene infaliblemente) es un Estado Universal socialista, una Buena Educación Forzosa (cosa contradictoria en sus términos) y una Nueva Religión simplificada y enteramente pura (cosa que es también contradictoria, si se mira bien, porque toda religión existe en función del pecado), la cual Wells describe al final de su morruda Silueta de la Historia del Mundo.
Esta Silueta de la Historia del Mundo, de unas 1.200 páginas y que debe tener ahora como unas 50 ediciones, es la obra más clara y característica de Wells como profeta de la Nueva Religión; o sea del “ataque moderno” contra el Catolicismo. Uno puede tomarla a chacota, porque en realidad el libro es pintoresco con su cantidad de gazapos y simplezas (que Belloc se divirtió en cazar) y sus simplificaciones más que atrevidas, novelísticas: Anzoátegui la llamaría “la Catedral del Macaneo”. Pero en realidad esto no es una Historia sino un sermón; y desde ese respecto, sí que es interesante.
Wells no hizo ese enorme trabajo de lectura, erudición y novelística sino para fundamentar su último capítulo XL, “El próximo estadio de la Historia”, o sea para profetizar, definir y conminar teológicamente. Todo el resto es “Enciclopedia Británica” informada por una wellsiana filosofía de la historia tan sumaria como su teología; a saber: todo el movimiento de la historia humana se parece a una doble vertiente al revés, no en forma de E sino en forma de V; y el turning-point de esa bajada, seguida de una irresistible elevación, es el Protestantismo, singularmente el protestantismo inglés: es decir “la liberación del pensamiento humano” (pág. 1095) como dice él, y decían los hombres de la Filosofía de las Luces; con cuya escuela, a través de Gibbons, se conecta simplemente.
Lo que hay en Wells y no hay en Gibbons, en Voltaire o en Kant, es el espíritu religioso y aun bíblico viejo-testamentario de que él no parece muy consciente; pero es ciertamente un “herétic”, como lo clasificó Chesterton. Es un hombre anticatólico y aun anticristiano, pero salvajemente religioso; es decir, emocionalmente religioso: su devoción enternece... y asusta. Y es que el ideal del internacionalismo es, como dijimos, específicamente religioso.
¿Por qué hablar ya de este libro, que en Inglaterra ha sido severamente atajado y aun (científicamente) hecho trizas? Pues simplemente porque aquí fue traducido y volcado sobre un público enteramente vulnerable e indefenso; y su crítica no fue divulgada. (El serio problema argentino del libro-lucro: la irresponsabilidad editorial.) ¿Qué defensas tenemos contra esas rociadas de vitriolo desde un helicóptero? Nada más que la sana reacción instintiva. Por ejemplo, un español sano con Wells en las manos dirá a poco andar: “Yo soy un caballero español (como dice la zarzuela) esto no va conmigo”; un argentino educado dirá: “Esto es yoni; nosotros no somos yonis”; y (como dice la misma zarzuela) “Quien no piensa así / No ha nacido bien”. Aunque elemental, ésa es una defensa. Y eso es “nacionalismo”.
Este siglo que vivimos es el siglo de la gran decisión: los que lleguen a su final, es decir, algunos de los jovencitos actuales, verán algo que para nosotros es categórico, es decir, casi inimaginable.
Solamente el sentimiento religioso puede hacer superar al humano el instinto nacional: esta proposición es demostrable filosóficamente, como la demostró por ejemplo Bergson al final de su obra Las dos fuentes. La historia, la experiencia y la razón muestran que instintiva y fatalmente el hombre ve como “bárbaro” a todo aquel de sus semejantes que dice “blablá” al hablar —o como oían los griegos y latinos “barbar”. Es decir, que el habla, las costumbres y la idiosincrasia formada por los influjos climáticos y telúricos constituyen una determinación antropológica de suyo no superable, si no es por virtud de una idea-impulso de orden religioso.
Hay solamente dos cosas en el mundo que son efectivamente internacionales: la Iglesia Católica y la raza judía. Todas las demás cosas son nacionales; y si pretenden ser internacionales, es por razón de una relación con una de aquéllas que son internacionales kat' exojén, o en sí mismas. El mesianismo y milenarismo comunista, por ejemplo, es de origen judío.
El ideal del internacionalismo es pues un ideal religioso, y por cierto, ambiguo o doble; porque cae bajo las categorías teológicas de “religión verdadera” o “religión falsa”; o mejor dicho, herejía; porque estrictamente hablando no hay “religiones falsas”, hay herejías.
El nacionalismo resiste pues a la tendencia herética hacia la creación de un Estado Mundial, basado sobre la extirpación total de la tradición religiosa occidental, que es el Cristianismo. No es necesario que esta actitud brote de la fe; hombres sin fe, como Barrés o Maurras, pueden tenerla; porque se basa al fin y al cabo en un impulso natural, el patriotismo; y en una razón que es también filosófica, a saber: el ideal contrario es imposible naturalmente, y sólo puede ser realizado por la fuerza y la mentira y en forma violenta —y por tanto poco durable—; a no ser que lo realice Cristo mismo, añadirá el cristiano.
Se puede ser nacionalista a partir no ya de la fe cristiana sino del sentido común. Porque, repetimos, el apego a la patria es instintivo y el amor a la patria, tal como lo ha elaborado nuestra civilización, es una realidad, no una utopía. No puede haber patriotismo hacia el Universo que no sea la adoración del Hombre (del Hombre-Dios o del Hombre-contra-Dios); y no puede dejar de haber patriotismo argentino, español o francés.
Defendemos la necesidad de la nación. La nación para nosotros es la agrupación natural de los humanos determinada por imperativos espirituales, culturales, históricos y geográficos que son irrevocables. “La tradición ha muerto”, exclama Wells (pág. 1097); nosotros decimos que la Tradición no puede morir: ella es el alma de la historia.
No se puede llegar a la paz universal destruyendo a aquéllos que han de tener paz entre sí: porque hay un estado de falsa paz o guerra latente que es peor que la guerra declarada; cuya imagen podría ser por ejemplo el Imperio Romano bajo Nerón. No rechazamos el derecho internacional y todos sus progresos posibles; rechazamos el ideal utópico del internacionalismo hereje: masónico, marxista o lo que sea.
Hacemos un poco un mal papel: aparecemos como impotentes o como reaccionarios. Paciencia. Fuera de la línea de fuerza de nuestro tiempo; fuera de la aspiración secular de la humanidad a una integración armónica del género humano, de la cual han sido bosquejos o bocetos en la historia el Imperio Romano Germánico, la Cristiandad Europea, y hasta el fugaz Imperio Napoleónico; no menos que la Santa Alianza, el Imperio Británico o el Güelfismo italiano: sueño de muchísimos grandes pensadores, e incluso de santos, como Catalina de Siena o Tomás Moro... Aspiración inextirpable de la Civilización.
No estamos fuera de esa aspiración; estamos en contra de su mala realización; de los malos planes actuales que, o bien son irrealizables, o bien son realizables solamente en forma de tiranía atroz, de un Imperialismo elevado a la 10ª o a la 666ª potencia, como nunca el mundo ha visto otro igual.
Cultivar la nación es necesario, incluso para llegar a la Super-Nación. Por ejemplo, si nosotros somos muy poco unidos con los chilenos o los uruguayos, no es por ser demasiado argentinos, sino por ser muy poco argentinos. Ahondando en la argentinidad es la única manera de llegar a la raíz común, al vínculo natural-maternal. Por Martín Fierro se va al Quijote y al Cid.
Un “internacionalista” de ésos ha dicho: “Se quejan de que el argentino no tiene más ideal que el de hacer plata; pero ¿qué se puede hacer aquí más que hacer plata... para irse a otra parte?”.
Bien. Pero si se realiza su ideal, caro A. Y., ni siquiera existirá la Otra Parte.
La tierra que el hombre sabe, ésa es su madre.
P. Leonardo Castellani
(Publicado en el
Nº 58 de Dinámica Social (junio de 1955).)
Nota: Si bien el libro es todo destacable (recomendamos su lectura), transcribimos este capítulo para facilitar la difusión sobre un tema particular: el pacifismo y el uso de la fuerza.
Para aquellos no han leído el libro,hacemos una aclaración necesaria: toda la novela gira en torno a un duelo con espadas que pretenden librar, por Dios, un católico (MacIan) y un ateo (Turnbull), siendo repetídamente interrumpidos en su lucha. En este caso, son detenidos por un "pacificador".
Capítulo V del libro "La esfera y la Cruz" de G. K. Chesterton.
Cuando los combatientes, cruzados los aceros, se dieron de súbito cuenta de la aparición de un tercero, hicieron el mismo movimiento. Rápido como un pistoletazo, instantáneamente lo modificaron, recobrando su actitud primera, pero ambos lo habían hecho, ambos lo habían visto y ambos sabían lo que significaba. No fue un movimiento de cólera por verse interrumpidos. Dijeran o pensaran lo que quisieran, fue un movimiento de alivio. Una fuerza interior y, a pesar de eso, enteramente fuera de su alcance, iba poco a poco, implacablemente, disolviendo la dureza de su juramento. Como los amantes engañados acechan el inevitable ocaso del primer amor, estos dos hombres acechaban el ocaso de su primer odio.
Sus corazones sentían crecer la debilidad del uno por el otro. Cuando sus armas retañían en el jardinillo de Londres, de seguro ocurre algo si un tercero les interrumpe. Habría muerto uno de los dos, o habrían matado al intruso. Pero ahora nada podía deshacer o negar aquel hecho fugacísimo: que durante un segundo se habían alegrado de que los interrumpiesen. Una cosa nueva, extraña, ascendía en sus corazones, como la pleamar nocturna. Era algo sumamente despiadado, porque podía acabar siendo inmensa piedad. ¿Existe, acaso, un fatalismo en la amistad, como el que los enamorados ven en el amor? ¿Dispone Dios que los hombres se quieran contra su voluntad?
—Ustedes me dispensarán que les hable, estoy seguro —dijo el extraño, con tono afanoso y suplicante a la vez.
La cortesía del tono rebasaba las buenas maneras. Era incongruente con el desusado espectáculo de los duelistas, que debiera haber sorprendido a un hombre normal. Era también incongruente con el físico repleto y sano, aunque un poco laxo, del que hablaba. Su presencia, a la primera ojeada, era de hermoso animal, rizosos el pelo y la barba de oro, y ojos azules, de brillo insólito. Tan sólo a la segunda ojeada el ánimo se irritaba de repente, tal vez sin intención, ante el modo de curvarse hacia el chaleco la barba de oro, y ante el modo de adelantarse la nariz —de bella hechura— a olfatear el camino. Y acaso a la centésima ojeada solamente, los claros ojos azules, que antes y después de tal momento parecían brillar de inteligencia, se antojaban brillantes de idiotez. Hombre de aspecto fuerte y sano, parecía mucho más recio a causa del traje suelto y de colores claros que llevaba, de tan extrema levedad y holgura, que había en él algo de tropical. Un examen más detenido habría mostrado que hasta en los trópicos llamaría la atención su atuendo; porque estaba tejido sobre cierta urdimbre higiénica de que ningún ser humano tenía noticia, pero absolutamente necesaria para tener salud siquiera un día. Llevaba, muy derribado hacia el colodrillo, un sombrerote de anchas alas, igualmente higiénico; y, como he dicho, chocaba que de un hombre de tipo tan recio y sano saliese una voz tan aguda y obsequiosa.
—Ustedes me dispensarán que les hable, estoy seguro —dijo—. Es cosa de saber si no estarán ustedes disputando por menudencias, que, después de todo, pudiéramos arreglar buenamente juntos. No les importa a ustedes que diga esto, ¿verdad?
El rostro de los combatientes permaneció un tanto opaco a esta invocación. El extraño, tomando probablemente el silencio por síntoma de confusión vergonzosa, prosiguió con cierta alacridad.
—De manera que ustedes son los jóvenes de que hablan los papeles. Bueno, naturalmente, de joven siempre es uno algo romántico. ¿Saben ustedes lo que yo digo siempre a los jóvenes?
Un silencio indeciso siguió a esta pregunta jovial. Después dijo Turnbull, con voz incolora:
—Como he hecho los cuarenta y siete en mi último cumpleaños, probablemente he venido al mundo demasiado pronto para saberlo.
—¡Muy bueno, muy bueno! —dijo el amigable señor— humor escocés puro. Humor escocés puro. Vamos a ver. Entiendo que ustedes dos están decididos a batirse. Parece que no viven ustedes en el mundo moderno. Hemos dejado ya muy atrás el duelo, ¿no lo saben? Por lo demás, Tolstoi nos enseña que pronto dejaremos atrás la guerra, que para él es simplemente un duelo entre naciones. Un duelo entre naciones. Pero no hay duda ninguna en que hemos dejado atrás el duelo.
El extraño se detuvo un momento, radiante, en espera del efecto causado en sus oyentes de palo, y luego prosiguió:
—Bueno. Los periódicos dicen que ustedes quieren de veras batirse por una cosa relativa al Catolicismo Romano. ¿Saben ustedes lo que digo yo siempre a los católicos romanos?
—No —dijo Turnbull, lentamente—. ¿Y ellos?
Parecía un rasgo típico del cordial e higienista desconocido el olvidarse siempre de lo que había dicho el momento anterior. Sin más insistencia sobre la forma determinante de su exhortación a la Iglesia de Roma, se rió cordialmente de la respuesta de Turnbull; después, al cazar sus errantes ojos azules el destello del sol en las espadas, adoptó una gravedad benevolente.
—Ustedes saben que el asunto es grave —dijo, mirando a Turnbull y a MacIan como si hubiesen estado alborotando el cotarro con frivolidades—. Estoy seguro de que si se apelase a vuestra naturaleza superior…, a vuestra naturaleza superior… Todo hombre posee una naturaleza superior y otra inferior. Pues bien; examinemos el asunto llanamente, sin las insensateces románticas acerca del honor y cosas por el estilo. Verter sangre, ¿no es grave pecado?
—No —dijo MacIan, hablando por vez primera.
—¿De veras? ¿De veras? —dijo el pacifista.
—Matar es pecado —dijo el inconmovible montañés—. Verter sangre no es pecado.
—Bueno, no disputemos por una palabra —dijo el otro, bromeando.
—¿Y por qué no? —dijo MacIan con súbita aspereza—. ¿Por qué no habíamos de disputar sobre una palabra? ¿De qué sirven las palabras si no tienen importancia bastante para disputar sobre ellas? ¿Por qué escogemos una palabra con preferencia a otras si no difieren entre sí? Si a una mujer le llama usted chimpancé en lugar de ángel, ¿no habría disputa por una palabra? Si usted no quiere discutir sobre palabras, ¿sobre qué va usted a discutir? ¿Pretende usted convencerme moviendo las orejas? La Iglesia y las herejías siempre acostumbraron disputar sobre palabras, porque son las únicas cosas que valen la pena de la disputa. Yo digo que matar es pecado, y que verter sangre no lo es, y que hay tanta diferencia entre esas palabras como entre la palabra «sí» y la palabra «no»; o más diferencia, porque sí y no pertenecen, al fin y al cabo, a la misma categoría. Matar es un acontecimiento espiritual; verter sangre es un acontecimiento físico. Un cirujano vierte sangre.
—¡Ah! ¡Es usted casuista! —dijo el hombre gordo, meneando la cabeza—. Bueno. ¿Sabe usted lo que yo digo siempre a los casuistas?
MacIan hizo un gesto violento; Turnbull soltó la carcajada. El pacifista no pareció molestarse lo más mínimo, y prosiguió con persistente fruición.
—Bueno, bueno —dijo—. Volvamos a la cuestión. Tolstoi ha demostrado que la fuerza no remedia nada; ya ven ustedes en qué posición me coloco. Hago cuanto puedo para detener una violencia inútil, una violencia enteramente injusta, y estoy seguro de que ustedes no llevarán a mal que la califique así. Pero es opuesto a mis principios llamar a la policía contra ustedes, porque la policía está en un plano moral más bajo, por decirlo así, ya que, en suma, es indiscutible que a veces emplea la fuerza, Tolstoi ha demostrado que la violencia engendra violencia en quien la padece, mientras que Amor, por el contrario, engendra Amor. De modo que ya ven ustedes cuál es mi posición. Sólo puedo emplear Amor para contener a ustedes. Estoy obligado a valerme de Amor.
Prestaba a esa palabra un son indescriptible, de cosa dura y pesada, como si estuviese diciendo: «botas». Turnbull, empuñó con brusquedad la espada y dijo, brevemente:
—Veo muy bien la posición de usted. No quiere usted llamar a la policía. Mr. MacIan, ¿seguiremos el encuentro?
MacIan desclavó su espada del césped.
—Debo y quiero impedir este crimen repugnante —gritó el tolstoyano, enrojecida la faz—. Es contrario a las ideas modernas. Es contrario al principio del Amor. ¿Cómo usted, señor, que pretende ser cristiano…?
MacIan se volvió hacia él, lívido el rostro, la expresión amarga.
—Señor —dijo—, hable usted cuanto quiera del principio del amor. Me parece usted más frío que un pedrusco, pero admito que alguna vez habrá usted querido a un perro, a un gato, a un niño. Supongo que, de pequeño, habrá usted querido a su madre. Hable usted de amor, pues, hasta que el mundo se hastíe de la palabra. Pero no hable usted del cristianismo. Absténgase usted de decir una palabra, blanca o negra, acerca de eso. El cristianismo, en cuanto a usted le concierne, es un misterio horrible. Apártese de él, guarde silencio sobre él, como si fuese una abominación. Es una cosa que ha inducido a los hombres a matarse y torturarse unos a otros, y usted nunca sabrá por qué. Es una cosa que ha inducido a los hombres a cometer el mal para procurar el bien; usted nunca comprenderá el mal, deje en paz al bien. El cristianismo no serviría más que para hacerle a usted vomitar, hasta que dejase usted de ser como es. No intentaría justificarlo ante usted, aunque pudiese. Aborrézcalo usted, en nombre de Dios, como lo aborrece Turnbull, que es un hombre. Es una cosa monstruosa, por la que se matan los hombres. Y si usted quiere quedarse ahí y hablar todavía del amor durante otros diez minutos, es muy probable que vea usted a un hombre morir por ella.
Cayó en guardia. Turnbull estaba muy atareado arreglando algo que se había soltado en la primorosa empuñadura; el extraño fué quien rompió el silencio.
—Supongamos que llamo a la policía —dijo, colérico el rostro.
—Renegando de su dogma más sagrado —dijo MacIan.
—¡Dogma! —gritó el hombre, con cierto espanto—. ¡Oh! No tenemos dogmas, ¿sabe usted?
Hubo otro silencio, y dijo de nuevo, vivamente:
—Ustedes conocen, creo yo, algo de lo que enseña Shaw: la carencia de fijeza en los principios morales. ¿Han leído la Quintaesencia del Ibsenismo? Naturalmente, viene muy equivocado acerca de la guerra.
Turnbull, inclinado, enrojecido el rostro, ataba con un bramante la pieza suelta de la empuñadura. Con el bramante entre los dientes, dijo:
—Tome usted ya una maldita decisión, y ¡váyase!
—Es una cosa grave —dijo el filósofo, meneando la cabeza—. Tengo que considerar a solas cuál es el punto de vista superior. Me inclino a creer que en un caso extremo como este…
Y se alejó lentamente. Al desaparecer entre los árboles, le oyeron murmurar, con una especie de canturria: «Nueva ocasión exige deberes nuevos»; sacado de un poema de James Rusell Lowell.
—¡Ah! —dijo MacIan, exhalando un suspiro profundo—. Y ahora, ¿no cree usted en la oración? Había pedido un ángel.
— Lo siento mucho, pero no entiendo — contestó Turnbull.
— Hace una hora — dijo el montañés, con su entonación grave y meditabunda — sentí que el diablo ablandaba mi corazón y mi juramento contra usted; y pedí a Dios que enviase un ángel en mi ayuda.
— ¿Y qué? — preguntó el otro, concluyendo la compostura y liándose a la mano el resto de la cuerda para empuñar con más firmeza —. ¿Y qué?
— ¡Y qué! Ese hombre era un ángel — dijo MacIan.
— No sabía yo que fuesen tan triste cosa — respondió Turnbull.
— Sabemos que los diablos citan a veces la Escritura y falsifican el bien — replicó el místico —. ¿Por qué los ángeles no han de mostrarnos alguna ve el negro abismo en cuyo borde estamos? Si ese hombre no hubiese intentando contenernos… yo acaso… acaso me hubiese contenido.
— Ya entiendo lo que usted dice — contestó Turnbull ásperamente.
— Pero ese hombre vino — prorrumpió MacIan — y mi alma me dijo: Abandona el combate, y te convertirás en algo como Eso. Abandona juramentos y dogmas, y los principios sólidos, y te irás pareciendo a Eso. Aprenderás también una filosofía turbia y falsa. Te aficionarás a esa ciénaga de moral cobarde y rastrera, y vendrás a pensar que un golpe es malo porque hace daño, no porque humilla. Vendrás a pensar que dar muerte es malo porque es violento, y no porque es injusto. ¡Oh, blasfemos del bien, hace unas horas creí que le amaba a usted! Pero ahora ya no hay nada que temer por mí. He oído la palabra Amor pronunciada con su entonación, y sé exactamente lo que significa. ¡En guardia!
Las espadas se buscaron y se oyó el ludir formidable, animado del odio y la energía antiguos; y se atacaron una vez y otra. De nuevo, el corazón de cada uno vino a ser el imán que atraía a una espada loca. De pronto, furiosos como estaban, se quedaron inmóviles un momento, cuajados.
— ¿Qué ruido es ese? — preguntó el montañés, roncamente.
— Me lo figuro — repuso Turnbull.
— ¿El qué…, el qué? — gritó el otro.
— El discípulo de Shaw y Tolstoi ha tomado una determinación notable — dijo Turnbull, tranquilamente—. La policía trepa por la colina.