...EDUCACIÓN SEXUAL
Gio’, la colaboradora familiar que despiadadamente supervisa la rígida aplicación de cada cláusula del arrogante diktat impuesto por el médico tras nuestro desarreglo gastrocardiohepaticoneurobronquial es una muchacha moderna.
Sin embargo, tiene en el cerebro zonas en «ángulo muerto» que, por razones topográficas, no pueden ser bolladas por la benéfica luz del progreso y del progresismo. Así, de vez en cuando, tiene salidas verdaderamente desconcertantes.
—¿Ha leído usted —me gritó un día aventándome bajo la nariz un autorizadísimo periódico— esta cosa?
—No, Gio’, y ni siquiera tengo la intención de leerla.
—Yo se la explico —replicó la muchacha—. Una mamaíta milanesa está aguardando el segundo hijo. Entonces, considerando que periódicos y revistas sostienen la utilidad de una sincera educación sexual del niño, ella llama a su primogénito de ocho años, «despierto y observador nato», y le explica, escrupulosamente y con gracejo, lo que está sucediendo.
—Con gracejo... ¿De qué manera? —la interrumpió Margarita.
—La mamaíta milanesa no lo explica en su carta al periódico. Según creo, le habrá dicho: «Pierino, ¿sabes por qué a tu mamaíta se le está hinchando la tripita?» «Porque mamaíta ha comido tanta sopa inglesa que, claro está, le ha hecho daño en la tripita.» « No, Pierino. ¡La tripita de mamá se está engordando porque dentro está tu hermanito! » « Pero ¡no es posible! ¿Y cómo ha podido suceder, mamaíta?» En este punto, la mamaíta milanesa, siempre con gracejo, habrá explicado al niño el fenómeno, poniendo en su justo lugar la parte desempeñada por el marido. «Entonces, ¡no es la cigüeña la que trae a los niños!.. habrá deducido Pierino. « ¡Pero qué cigüeña? ¡Sólo los niños estúpidos creen en esos cuentos! Los niños nacen como yo te he explicado. ¿Has comprendido?» « Sí, mamaíta. Entonces, si yo y mi amiguita Rosina quisiéramos un niño, ¡podríamos hacerlo!» «No, Pierino! ¡Primero tendríais que casaros!» «Y por qué, mamaíta? ¡Ninetta, la hija de la portera, tiene un niño y no está casada!» «Sí, Pierino, pero eso no está bien. ¡Y, además, está reservada a los mayores!» «No lo creo, mamaíta. La Ninetta, cuando trajo el niño al mundo ¡sólo tenía trece años!». Etcétera, etcétera. Una cosa así, en resumidas cuentas, ya que el niño es «despierto y observador nato».
—Soy del mismo parecer —dijo Margarita—. No comprendo, sin embargo, cómo semejante cosa ha podido terminar en el periódico.
—Ha terminado —explicó Gio’— porque el niñito travieso, a la mañana siguiente, ha explicado a los compañeros y compañeras de escuela cómo nacen los niños. Los muchachitos y muchachitas lo han contado en sus casas, y sus mamás han intervenido protestando y tratando a la mamaíta moderna de semicriminal.
—Han hecho bien —observó Margarita—. Espero que así lo reconozca el comentario editorial.
—¡Muy al contrario! —gritó la muchacha—. Y es precisamente esto lo que me ha llenado de indignación. La comentarista escribe que la mamaíta milanesa se ha comportado pero que muy bien y que el procedimiento usado por ella es el justo. Sólo observa que la mamaíta milanesa debía haber recomendado a Pierinno que no comentara esas cosas con los compañeros, porque existen padres cretinos que «prefieren contar a los hijos historias de cigüeñas, de coles, de tiendas donde se venden recién nacidos, del mismo modo que, cuando eran más pequeños, les contaban que los juguetes de Navidad los traía el Niño Jesús», etcétera.
Margarita abrió los brazos con ademán triste.
—Así las cosas —dijo-—-, ese periódico es tan serio y autorizado que, si indirectamente nos acusa a mí y a Giovannino de haber sido padres idiotas, tan sólo nos queda bajar la cabeza, humillados.
Me rebelé.
—¡Me río yo de tu periódico serio y autorizado! —grité-—. Nosotros no hemos sido padres idiotas. Padres idiotas son esos papaítos y mamaítas modernos que roban a sus hijos la parte mejor de la vida. Pésimos padres porque se basan en los artículos criptopornográficos de los periódicos en lugar de plantearse honradamente la pregunta: “¿Para qué sirve explicar a un niño de cinco a doce años la técnica de la reproducción?” Si así lo hicieran, la lógica les sugeriría la única respuesta posible: “Sirve tan sólo para despertar prematuramente un instinto que existe en todos los seres vivientes y se manifiesta cuando la naturaleza lo ha establecido.”
»He visto en un semanario un reportaje monstruoso. Hablaba de un papá y de una mamaíta modernos que han encontrado el sistema de enseñar a leer a sus niños de dos o tres años. Los dos desgraciados dicen que, a esa edad, la mente es libre, límpida, receptiva al máximo, y que “registra” con extrema facilidad. De esta manera, los niños ganan tiempo. En realidad, con este sistema, la tierna mente de los niños, en lugar de “registrar” nociones y sensaciones esenciales a los fines de la formación espiritual, “registra” triviales y frías nociones técnicas.
»Lo sé, Margarita. Ilustres educadores y educadoras han realizado estudios profundos y han escrito tratados notables para demostrar cómo se puede conseguir que un niño de dos, tres o cuatro años aprenda cosas que, normalmente, basándonos en la tradición y en la ley, los niños sólo comienzan a aprender a los seis años. Lo sé, pero no dudo en afirmar que si yo tuviera la posibilidad establecería el comienzo de la instrucción escolar de los seis a los diez años. No admito que los niños sean educados como los pollos, “en batería”. Según cierto criterio económico, es maravilloso (encerrando los pollos en estrechísimas jaulas donde no pueden, al moverse, consumir energía y grasa. y alimentándolos con piensos científicos) conseguir que, en un mes, un pollo llegue a pesar un kilo. Pero de esas aulas no salen pollos, sino monstruos de carne fláccida e inconsistente.
«Margarita, sé que en una de esas fábricas de pollos hay una máquina maravillosa que reelabora los excrementos de las aves “en batería”, los deshidrata y recupera la parte de ellos aún comestible. Y, entonces, ¡viva la carne no siempre mórbida de los pollos escarbadores! Y vivan las mamás a la antigua! No se debe robar la inocencia a los hijos. Por el contrario, es preciso prolongarla lo más posible. Una planta, para crecer sana y fuerte, tiene necesidad de buenas raíces, y nuestra inocencia y los sueños y las fábulas son las raíces de nuestra vida. Margarita, si yo he conseguido superar con maravillosa serenidad los contratiempos de todas clases y si aún hoy trabajo con entusiasmo juvenil, lo debo al precioso capital que mis padres me han legado: una larga y limpia inocencia llena de fábulas y de sueños.
»En los momentos de la dura lucha, de la necesidad, del miedo, del hambre, de la enfermedad, de la amargura, cuando la vieja corteza de mi planta se agrieta y las ramas se secan y se caen, mis raíces, bien aferradas a la tierra, encuentran siempre el elixir que devuelve el vigor al árbol.
»En los momentos más duros de la tempestad, siempre encuentro un refugio seguro: mí larga, feliz y limpia inocencia, con sus fábulas, sus sueños y sus esperanzas.
»Tengo cincuenta y ocho años y soy más bien despabilado. Sin embargo, y pese a todos los razonamientos lógicos, me niego aún a admitir que el zapatito colocado por mí en el alféizar de la ventana de la cocina la noche de santa Lucía fuera llenado por mi madre. ¡Lo llenaba santa Lucía! Estoy dispuesto a jurarlo.
»Recuerdo, humillado, la vez que, siendo ya Albertino un muchachote de trece años, yo, concluida la tradicional cena de la víspera de Navidad, en lugar de colocárselos de noche bajo el árbol, como siempre había hecho, llevé allí los regalos para distribuirlos personalmente. Recuerdo, humillado, el estallido de rabia de Albertino. Aún no consigo comprender cómo no me gritó: “jCretino!” Me lo merecía...
—Yo, sin embargo, te lo dije —me recordó Margarita con orgullo justificado.
—Entonces —observó Gio’—, tampoco usted está de acuerdo con el periódico.
— Naturalmente! —contesté—-. No es verdad, como escribe el diario, que «la cigüeña sea tan cómoda». Es mucho más incómodo y difícil conseguir prolongar la inocencia de los hijos que abreviarla desencantando a los chicos y poniéndoles brutalmente delante de la sucia y dura realidad.
Intervino Margarita.
—Entonces, ¿por qué los periódicos, la TV. el cine, Insisten todos en la necesidad de desencantar a los niños, de ponerlos, desde muy pequeños, ante los problemas de la vida real, comenzando por el sexual?
—Porque ello corresponde al deseo egoísta de la mayor parte de los padres, los cuales, habiendo puesto en el mundo a los hijos y habiéndose solazado con ellos los primeros dos o tres años, sólo tiene un deseo: quitárselos de en medio. Quitárselos de delante, y, naturalmente, los periódicos, la TV, el cine son tiendas y, como tales, tratan de halagar el gusto de los clientes. El miserable y humillante fenómeno del grupo, es decir, de los muchachos que viven en rebaño, brincando al ritmo del shake, es una consecuencia del egoísmo de esos padres «modernos», los cuales tienden a hacer envejecer prematuramente a los hijos para quitárselos de en medio cuanto antes. Y Ilegada la cuestión a este punto, es lógico que los muchachos busquen fuera de casa lo que no encuentran en ella, y se casen a los quince o a los dieciséis años, y que a los diecisiete se sientan ya viejos y desilusionados. Y es por eso por lo que Margarita y yo nos sentimos, por el contrario, todavía responsables de nuestros hijos, aunque ellos tengan ya hijos.
En este momento, Gio’ dijo:
—¿Qué hubiera contestado usted a esa mamaíta milanesa que se lamenta en el periódico porque las mamás de los otros niños la han tratado de «semicriminal»?
—Hubiera contestado: «Señora, tiene usted razón de protestar. Esas mamás se han equivocado al tratarla de «semicriminal». Hubieran tenido que considerarla como una «cretina integral».
Gio’ asintió.
—Usted me gusta porque sabe decir siempre las cosas con tanto gracejo y sirviéndose de metáforas.
(Giovanni Guareschhi, "Vida en familia", 1968).
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